13 de julio de 2013

Escuela de bambú: Una pequeña cenicienta tailandesa



         Ong Eer tenía  cuatro años cuando murió su madre, allá en Birmania. Poco después el  padre cruzó la frontera con su hija, buscó trabajo en una plantación de caucho y muy pronto se volvió a casar.  Al cabo de unos años la familia había crecido.  El nuevo matrimonio tenía ahora otras dos hijas  que  cuando tuvieron  5 años enviaron a  nuestra “Escuela de Bambú”  y  un  recién nacido que al parecer quedaba la mayor parte del tiempo al cuidado de Ong Eer.
           Un día, mi amigo Víctor, pendiente siempre de los niños sin escolarizar de la zona, preguntó a una de las pequeñas si tenían más hermanos o hermanas.  Se sorprendió al oír  que tenían una hermanastra  de 10 años  que no podía  venir a la escuela  porque tenía que cuidar del hermano más pequeño.   Víctor, ya no descansó hasta tener la ocasión de acercarse a la casa de las niñas para enterarse  de primera mano sobre los motivos que impedían a los padres  enviar  a su hija mayor al colegio.   Llegó a la choza en la que vivían al atardecer,  cuando la familia estaba reunida  para la cena.  Lo primero que le llamó la atención fue ver a la hija mayor  en un rincón de la casa  comiendo ella sola  como si  no fuera de la familia.  Mientras hablaban observó  además que las pequeñas salían  fuera de la choza a jugar, pero la mayor se puso a  recoger  los utensilios de la cena, barrió la estancia y no dejó de hacer cosas mientras los adultos hablaban. 

           La madrasta explicó que no podía enviar a su hija mayor  a la escuela porque no tenía con quien dejar  a la recién nacida. El padre avergonzado guardaba silencio sin atreverse a mirar a la cara a mi amigo.  Víctor les ofreció dinero para  que pagaran a otra persona  que cuidara  de la recién nacida.  Quería  una oportunidad  para Ong Eer. Los padres aceptaron en principio pero el arreglo duró sólo unos meses.  Ahora teníamos  a  la pequeña  en el colegio  pero pronto nos dimos cuenta que su vida no había mejorado, todo lo contrario, pues el venir al colegio no la liberaba de ninguna de las tareas de la casa  y  sus  hermanas menores la seguían tratando como a una sirvienta.  Víctor  volvió a visitar a la familia acompañado de una profesora y cortando por lo sano, les ofreció una cantidad de dinero  para que le dejaran ocuparse de la niña.  Llegaron a un acuerdo y confió a la niña al cuidado de la profesora que ya se ocupaba de otros casos parecidos y  así empezó a fraguarse la idea de una casa  de acogida para niños y niñas  en situaciones de abandono  sin que ello significase necesariamente que fueran huérfanos. 

           Llegó la necesidad de construir  una casa permanente para recoger a esos niños y gracias a las aportaciones y generosa colaboración de un grupo de jóvenes voluntarios australianos   procedentes del Colegio de San Bede cerca de Melbourne,  por fin hemos visto casi cumplida la realización de la primera parte del proyecto.  No sé verdaderamente qué admirar más, si la entrega con la que esos gigantes de 17 años  bajo la cariñosa pero experimentada  batuta de sus tres profesores empezaron a acarrear piedras y cemento, a levantar  paredes, a  ayudar a los profesionales a colocar  el tejado, o la continua  interactuación con los niños,   las veces que se dejaron literalmente invadir  por un tropel de enanitos que querían subirse a sus espaldas, la seriedad con la que jugaban con ellos, la mímica de sus comunicaciones y los regalos que les trajeron.  En todo caso, han sido un continuo ejemplo para todos y cuando después de 15 intensos días de trabajo les llegó la hora del regreso  alguno dejó  escapar alguna lágrima pero todos, absolutamente todos  dejaron aquí un trocito de su corazón.


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