Ong Eer tenía cuatro años cuando murió su madre, allá en Birmania. Poco después el padre cruzó la frontera con su hija, buscó trabajo en una plantación de caucho y muy pronto se volvió a casar. Al cabo de unos años la familia había crecido. El nuevo matrimonio tenía ahora otras dos hijas que cuando tuvieron 5 años enviaron a nuestra “Escuela de Bambú” y un recién nacido que al parecer quedaba la mayor parte del tiempo al cuidado de Ong Eer.
Un día, mi amigo Víctor,
pendiente siempre de los niños sin escolarizar de la zona, preguntó a una de las
pequeñas si tenían más hermanos o hermanas.
Se sorprendió al oír que tenían
una hermanastra de 10 años que no podía
venir a la escuela porque tenía
que cuidar del hermano más pequeño.
Víctor, ya no descansó hasta tener la ocasión de acercarse a la casa de
las niñas para enterarse de primera mano
sobre los motivos que impedían a los padres
enviar a su hija mayor al
colegio. Llegó a la choza en la que
vivían al atardecer, cuando la familia
estaba reunida para la cena. Lo primero que le llamó la atención fue ver a
la hija mayor en un rincón de la casa comiendo ella sola como si
no fuera de la familia. Mientras
hablaban observó además que las pequeñas
salían fuera de la choza a jugar, pero la
mayor se puso a recoger los utensilios de la cena, barrió la estancia
y no dejó de hacer cosas mientras los adultos hablaban.
La madrasta explicó que no
podía enviar a su hija mayor a la
escuela porque no tenía con quien dejar
a la recién nacida. El padre avergonzado guardaba silencio sin atreverse
a mirar a la cara a mi amigo. Víctor les
ofreció dinero para que pagaran a otra
persona que cuidara de la recién nacida. Quería una oportunidad para Ong Eer. Los padres aceptaron en
principio pero el arreglo duró sólo unos meses.
Ahora teníamos a la pequeña
en el colegio pero pronto nos
dimos cuenta que su vida no había mejorado, todo lo contrario, pues el venir al
colegio no la liberaba de ninguna de las tareas de la casa y sus hermanas menores la seguían tratando como a una
sirvienta. Víctor volvió a visitar a la familia acompañado de
una profesora y cortando por lo sano, les ofreció una cantidad de dinero para que le dejaran ocuparse de la niña. Llegaron a un acuerdo y confió a la niña al
cuidado de la profesora que ya se ocupaba de otros casos parecidos y así empezó a fraguarse la idea de una
casa de acogida para niños y niñas en situaciones de abandono sin que ello significase necesariamente que
fueran huérfanos.
Llegó la necesidad de
construir una casa permanente para recoger
a esos niños y gracias a las aportaciones y generosa colaboración de un grupo
de jóvenes voluntarios australianos procedentes del Colegio de San Bede cerca de
Melbourne, por fin hemos visto casi
cumplida la realización de la primera parte del proyecto. No sé verdaderamente qué admirar más, si la
entrega con la que esos gigantes de 17 años
bajo la cariñosa pero experimentada
batuta de sus tres profesores empezaron a acarrear piedras y cemento, a levantar
paredes, a ayudar a los profesionales a colocar el tejado, o la continua interactuación con los niños, las
veces que se dejaron literalmente invadir por un tropel de enanitos que querían subirse
a sus espaldas, la seriedad con la que jugaban con ellos, la mímica de sus
comunicaciones y los regalos que les trajeron.
En todo caso, han sido un continuo ejemplo para todos y cuando después
de 15 intensos días de trabajo les llegó la hora del regreso alguno dejó
escapar alguna lágrima pero todos, absolutamente todos dejaron aquí un trocito de su corazón.
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