Este domingo viví una
aventura en el mejor sentido de la palabra; mezcla de excitación, anticipación,
miedo, coraje y abandono. Si hubiera bebido diría que fue una alucinación, pero
como he sido en todo momento consciente de lo que hacía tendré que decir que
fue uno de esos momentos inspirados de la vida en que me dejé llevar. Me apunté
junto con un grupo de voluntarios españoles a una excursión que incluía paseo
en barca por el río, recorrido a lomos
de elefante y bajada de un río con rápidos en una balsa de bambú.
Allí nos esperaban ya lo que
acabamos llamando el taxi tartana que nos adentraría en el corazón de la selva.
Nunca hubiera dado gran cosa por ese medio de transporte, aunque sentarse en la
caja de una camioneta con toldo tiene la ventaja de una buena ventilación, pero
cuando lo ví adentrarse por caminos
embarrados y enfrentarse a hoyas y charcos que cubrían gran parte de las ruedas, tuve que
admitir que cualquier otro vehículo, probablemente se hubiera rendido antes de
llegar a destino. Aún no había visto actuar a los elefantes, si no hubiera
dicho que se hundían en el fango con la misma parsimoniosa tranquilidad y en un
renovado milagro, emergía cada vez victorioso y con un suspiro de ánimo por
nuestra parte.
En una canoa larga de las
llamadas de gran timón largo porque la
hélice está situado al extremo de un prolongado
eje que sirve de timón, nos fuimos acomodando de forma enfrentada los ocho componentes
de la expedición. En esta época del año, la lluvia es caprichosa y se presenta
sin previo aviso. El pequeño toldo previsto para protegernos del sol desde
luego no sirvió para protegernos de esa llovizna racheada que nos estaba
empapando, pero eso formaba parte también de la excursión. Al cabo de unos minutos llegamos al templo
sumergido así llamado porque un poco más adelante en la estación de lluvias, el
lago lo anegará dejando a la vista una
pequeña parte de su campanario y la parte alta de sus desconchadas paredes. Una
corta parada para visitar el templo y regresamos hacia el Cheddi del templo
Wang Wiwekaram de origen Mon y estilo hindú.
De lejos, los paquidermos
nos parecieron pequeños, pues su fama los precede, pero lo cierto es que cuando
los tienes cerca y haces las primeras tentativas de confraternización
ofreciéndoles trozos de caña de azúcar, ya parecen enormes y si lo que te
domina en ese momento es la aprensión de cómo encaramarse a esas moles,
entonces ya se convierten en auténticamente gigantescos. Pero los elefantes
están bien educados, se arrodillaron para hacerse más bajitos y los “mahouts” o
conductores de elefantes, más serviciales aún, rodilla en tierra nos ofrecieron
su pierna doblada como primer peldaño de la escalada.
Mis compañeros forman
parejas por lo que con mi mejor sonrisa me acerco a Kidtaya, y juntos
cabalgaremos nuestra bamboleante montura. La fila de elefantes, nueve en total
que llevan varios grupos de turistas se pone en marcha. Kidtaya no quita ojo del elefante que nos
precede, Sus enormes patas se hunden en el barro como en un pastel de chocolate.
La barriga del animal parece ir alisando el barro. con mucha tranquilidad el
elefante saca una pata tras otra del barro y las vuelve a hundir un poco más
lejos. Ahora se oyen algunas exclamaciones de los turistas, pero nosotros vamos
sobre todo atentos al animal que nos precede y al ruido de succión que hace al
avanzar. Aunque sonreímos no estamos muy
seguros de lo que podrá pasar. Ha llovido intensamente y en cualquier momento
el animal puede resbalar y lanzarnos por
los aires como muñecos de trapo. Para
quitar tensión, aprovecho para preguntar a mi compañera su nombre, decirle el
mío y asegurarle falsamente que no debía
temer, que los elefantes no resbalan jamás. me sonrió, me dio las gracias en su
tailandés cantarín, pero me confesó que seguía teniendo miedo.
En un momento dado avanzamos
por medio del río. Los elefantes luchan contra la corriente, en algunos lugares
intensa. Ahora sólo se oye la melodiosa canción del agua en los rápidos, el
crujir de alguna rama rota y el aislado grito de algún animal que de manera
irrefutable nos señala que nos adentramos en la selva. Kidtaya me pregunta
curiosa, que hago en Tailandia pues al oírme hablar en tailandés supone que
vivo de manera permanente en el país. Intento explicarle que estoy aquí como
voluntario pero creo que sólo entiende que soy profesor y sigue sin explicarse
por que nos entendemos en su idioma.
El viaje duró quizá cuarenta
minutos que me parecieron diez. Escuchaba a Kidtaya pero oía el silencio de la selva, respondía a sus
preguntas pero la música la ponía esa masa enorme de verde y agua. Como los
niños que temen que se pare el “tío vivo” así
temía yo que el viaje acabara antes de poder fijar en mis oídos, estampar
en mis retinas y grabar en mi memoria la excitación de los turistas, las
tranquilidad de los animales, la cristalina corriente del río y la variada
sinfonía de vedes de sus orillas; las montañas imponentes pero suavizadas por
el frondoso recubrimiento de árboles y vegetación, la niebla algodonosa a media
ladera y el sol que por momentos intentaba abrirse camino. Finalmente, en un
recodo del río, los elefantes, corteses nuevamente, hincaron sus patas
delanteras para que de la manera más decorosa posible nos escurriéramos hasta
el suelo.
Ya sólo nos quedaba regresar. Los elefantes se
habían ido. Ante nosotros, sólo el río cantarín y el trinar de algún pájaro. En
una esquina unas balsas de bambú que antes incluso de subirnos a ellas parecían
flotar 4 o 5 centímetros por debajo del nivel
del agua. ¿Qué pasaría cuando nos subiéramos tres personas en cada una ellas?
Me dio la impresión de que Kidtaya tenía el pie marinero. La vi muy confiada blandiendo
la pértiga y de nuevo me aventuré a formar pareja con ella. Todo fue bien al
principio. Me sentí eufórico y de pie, con las piernas extendidas y firmes,
pértiga en mano, empezamos el descenso.
Fueron unos minutos inolvidables. Parecía estar protagonizando una película. Al rato, llegaron unos rápidos, la balsa se precipitó, mi compañera se tambaleó y cayó, yo caí de rodillas en una balsa que en ese momento flotaba unos quince centímetros por debajo del nivel del río. Valientemente nos volvimos a incorporar pero ya habíamos perdido parte de nuestra presuntuosa valentía. Nuestro guía, un muchacho de unos 12 años viéndonos tan decididos, nos había dejado llevar la balsa a nuestro aire y sí, lo conseguimos, aunque cada vez que veíamos acercarse un rápido, en prevención de mayores desgracias nos arrodillábamos en la balsa indiferentes a la mojadura de la ropa. Tan embelesados estábamos que nos pasamos de la meta y remolcados por un elefante tuvimos que subir río arriba hasta el embarcadero. El corazón me saltaba de la emoción. Nunca pensé que algún día viviría una aventura semejante. Regresamos en nuestro taxi tartana a la ciudad ajenos al barro y a los baches. No hacíamos más que repetirnos lo bien que lo habíamos pasado y reírnos de las pequeñas desaventuras en el intento.
Fueron unos minutos inolvidables. Parecía estar protagonizando una película. Al rato, llegaron unos rápidos, la balsa se precipitó, mi compañera se tambaleó y cayó, yo caí de rodillas en una balsa que en ese momento flotaba unos quince centímetros por debajo del nivel del río. Valientemente nos volvimos a incorporar pero ya habíamos perdido parte de nuestra presuntuosa valentía. Nuestro guía, un muchacho de unos 12 años viéndonos tan decididos, nos había dejado llevar la balsa a nuestro aire y sí, lo conseguimos, aunque cada vez que veíamos acercarse un rápido, en prevención de mayores desgracias nos arrodillábamos en la balsa indiferentes a la mojadura de la ropa. Tan embelesados estábamos que nos pasamos de la meta y remolcados por un elefante tuvimos que subir río arriba hasta el embarcadero. El corazón me saltaba de la emoción. Nunca pensé que algún día viviría una aventura semejante. Regresamos en nuestro taxi tartana a la ciudad ajenos al barro y a los baches. No hacíamos más que repetirnos lo bien que lo habíamos pasado y reírnos de las pequeñas desaventuras en el intento.