27 de julio de 2013

Escuela de bambú. En la selva del Noroeste de Tailandia


 Este domingo viví una aventura en el mejor sentido de la palabra; mezcla de excitación, anticipación, miedo, coraje y abandono. Si hubiera bebido diría que fue una alucinación, pero como he sido en todo momento consciente de lo que hacía tendré que decir que fue uno de esos momentos inspirados de la vida en que me dejé llevar. Me apunté junto con un grupo de voluntarios españoles a una excursión que incluía paseo en barca por el río,  recorrido a lomos de elefante y bajada de un río con rápidos en una balsa de bambú. 

En una canoa larga de las llamadas de  gran timón largo porque la hélice  está situado al extremo de un prolongado eje que sirve de timón, nos fuimos acomodando de forma enfrentada los ocho componentes de la expedición. En esta época del año, la lluvia es caprichosa y se presenta sin previo aviso. El pequeño toldo previsto para protegernos del sol desde luego no sirvió para protegernos de esa llovizna racheada que nos estaba empapando, pero eso formaba parte también de la excursión.  Al cabo de unos minutos llegamos al templo sumergido así llamado porque un poco más adelante en la estación de lluvias, el lago lo anegará dejando a la vista  una pequeña parte de su campanario y la parte alta de sus desconchadas paredes. Una corta parada para visitar el templo y regresamos hacia el Cheddi del templo Wang Wiwekaram de origen Mon y estilo hindú. 
Allí nos esperaban ya lo que acabamos llamando el taxi tartana que nos adentraría en el corazón de la selva. Nunca hubiera dado gran cosa por ese medio de transporte, aunque sentarse en la caja de una camioneta con toldo tiene la ventaja de una buena ventilación, pero cuando lo ví adentrarse por caminos  embarrados y enfrentarse a hoyas y charcos  que   cubrían gran parte de las ruedas, tuve que admitir que cualquier otro vehículo, probablemente se hubiera rendido antes de llegar a destino. Aún no había visto actuar a los elefantes, si no hubiera dicho que se hundían en el fango con la misma parsimoniosa tranquilidad y en un renovado milagro, emergía cada vez victorioso y con un suspiro de ánimo por nuestra parte.

De lejos, los paquidermos nos parecieron pequeños, pues su fama los precede, pero lo cierto es que cuando los tienes cerca y haces las primeras tentativas de confraternización ofreciéndoles trozos de caña de azúcar, ya parecen enormes y si lo que te domina en ese momento es la aprensión de cómo encaramarse a esas moles, entonces ya se convierten en auténticamente gigantescos. Pero los elefantes están bien educados, se arrodillaron para hacerse más bajitos y los “mahouts” o conductores de elefantes, más serviciales aún, rodilla en tierra nos ofrecieron su pierna doblada como primer peldaño de la escalada.

Mis compañeros forman parejas por lo que con mi mejor sonrisa me acerco a Kidtaya, y juntos cabalgaremos nuestra bamboleante montura. La fila de elefantes, nueve en total que llevan varios grupos de turistas se pone en marcha.  Kidtaya no quita ojo del elefante que nos precede, Sus enormes patas se hunden en el barro como en un pastel de chocolate. La barriga del animal parece ir alisando el barro. con mucha tranquilidad el elefante saca una pata tras otra del barro y las vuelve a hundir un poco más lejos. Ahora se oyen algunas exclamaciones de los turistas, pero nosotros vamos sobre todo atentos al animal que nos precede y al ruido de succión que hace al avanzar.  Aunque sonreímos no estamos muy seguros de lo que podrá pasar. Ha llovido intensamente y en cualquier momento el animal puede resbalar  y lanzarnos por los aires como muñecos de trapo.  Para quitar tensión, aprovecho para preguntar a mi compañera su nombre, decirle el mío y asegurarle falsamente  que no debía temer, que los elefantes no resbalan jamás. me sonrió, me dio las gracias en su tailandés cantarín, pero me confesó que seguía teniendo miedo.
En un momento dado avanzamos por medio del río. Los elefantes luchan contra la corriente, en algunos lugares intensa. Ahora sólo se oye la melodiosa canción del agua en los rápidos, el crujir de alguna rama rota y el aislado grito de algún animal que de manera irrefutable nos señala que nos adentramos en la selva. Kidtaya me pregunta curiosa, que hago en Tailandia pues al oírme hablar en tailandés supone que vivo de manera permanente en el país. Intento explicarle que estoy aquí como voluntario pero creo que sólo entiende que soy profesor y sigue sin explicarse por que nos entendemos en su idioma.
El viaje duró quizá cuarenta minutos que me parecieron diez. Escuchaba a Kidtaya pero  oía el silencio de la selva, respondía a sus preguntas pero la música la ponía esa masa enorme de verde y agua. Como los niños que temen que se pare el “tío vivo”  así  temía yo que el viaje acabara antes de poder fijar en mis oídos, estampar en mis retinas y grabar en mi memoria la excitación de los turistas, las tranquilidad de los animales, la cristalina corriente del río y la variada sinfonía de vedes de sus orillas; las montañas imponentes pero suavizadas por el frondoso recubrimiento de árboles y vegetación, la niebla algodonosa a media ladera y el sol que por momentos intentaba abrirse camino. Finalmente, en un recodo del río, los elefantes, corteses nuevamente, hincaron sus patas delanteras para que de la manera más decorosa posible nos escurriéramos hasta el suelo.

 Ya sólo nos quedaba regresar. Los elefantes se habían ido. Ante nosotros, sólo el río cantarín y el trinar de algún pájaro. En una esquina unas balsas de bambú que antes incluso de subirnos a ellas parecían flotar 4 o 5 centímetros por debajo del  nivel del agua. ¿Qué pasaría cuando nos subiéramos tres personas en cada una ellas? Me dio la impresión de que Kidtaya tenía el pie marinero. La vi muy confiada blandiendo la pértiga y de nuevo me aventuré a formar pareja con ella. Todo fue bien al principio. Me sentí eufórico y de pie, con las piernas extendidas y firmes, pértiga en mano, empezamos el descenso.
Fueron unos minutos inolvidables. Parecía estar protagonizando una película.  Al rato, llegaron unos rápidos, la balsa se precipitó, mi compañera se tambaleó y cayó, yo caí de rodillas en una balsa que en ese momento flotaba unos quince centímetros por debajo del nivel del río. Valientemente nos volvimos a incorporar pero ya habíamos perdido parte de nuestra presuntuosa valentía.  Nuestro guía, un muchacho de unos 12 años viéndonos tan decididos, nos había dejado llevar la balsa a nuestro aire y sí, lo conseguimos, aunque cada vez que veíamos acercarse un rápido, en prevención de mayores desgracias nos arrodillábamos en la balsa indiferentes a la mojadura de la ropa. Tan embelesados estábamos que nos pasamos de la meta y remolcados por un elefante tuvimos que subir río arriba hasta el embarcadero. El corazón me saltaba de la emoción. Nunca pensé que algún día viviría una aventura semejante. Regresamos en nuestro taxi tartana a la ciudad ajenos al barro y a los baches. No hacíamos más que repetirnos lo bien que lo habíamos pasado y reírnos de las pequeñas desaventuras en el intento.  

21 de julio de 2013

Escuela de Bambú: "Khao Pansaa"


Un día, los campesinos se acercaron a Lord Budha para quejarse de que los monjes,  con su ir y venir entre los diferentes templos, cruzando los  campos,  echaban a perder   las cosechas porque pisaban inadvertidamente los brotes de arroz recién plantado. Lord Budha viendo que la queja era justificada, decretó el “retiro” de los monjes  durante tres meses lunares a partir del primer día de  luna menguante del octavo mes lunar.  Este período coincide en Thailandia con la estación de lluvias y puede ser que en una época en que  no había carreteras el que los  caminos  se embarraran y se volvieran peligrosos  contribuyera también  a mantener el precepto; el caso es que en la tradición budista  Tharavada  durante este período los monjes no hacen largos viajes y regresan siempre a dormir al mismo templo y por consiguiente dedican mucho más tiempo al estudio, a la meditación  y a la formación de los jóvenes novicios.  Por su parte, los campesinos, y los budistas laicos en general responden al “retiro” de los monjes llevándoles velas,  comida, ropa, artículos de aseo y limosnas.  Además y puesto que en el campo, una vez repicado el arroz la tarea principal es esperar,  las familias  están más predispuestas a que sus hijos  entren en monasterio y profesen como novicios  durante ese corto período de tiempo.  Antiguamente era quizá la única oportunidad que tenían de recibir  conocimientos básicos sobre budismo y nociones de lectura y escritura.



Pansaa, (del Pali Vasso y del Sánscrito Varsah)    es también llamado Dharma Day porque conmemora el primer sermón de Lord Budha y es una de las mayores festividades del Calendario Budista.  A ella  corresponden los budistas piadosos, no sólo con sus limosnas sino también escuchando sermones,  guardando los 8 preceptos en lugar de los 5 preceptos, meditando y adoptando prácticas de ascetismo como el abandonar la bebida, el tabaco o el consumo de carne.   De ahí probablemente que a este período se haya dado en mal llamar  “Cuaresma Budista” 

 En algunas zonas del país,  particularmente en Udon, en el noreste, la ofrenda de velas  al templo se ha convertido en un festival en sí mismo y los diferentes establecimientos, colegios e instituciones compiten en procesiones    para ver quién lleva al templo el par de velas más grande, mejor decorado, o más ingenioso. Antiguamente se tallaba la cera de las velas en forma de dragones y demás figuras mitológicas del Ramayana, pero esa costumbre está dejando lugar a la representación de  artistas del cine y de la televisión  y parece ser que este año se atreven incluso con algún político.

           La Escuela de Bambú,  inmersa en una cultura  budista no puede inhibirse de las buenas prácticas religiosas, y el pasado viernes  organizamos una alegre y vistosa procesión para llevar al templo más cercano de nuestra escuela, las ofrendas de los alumnos y dos magníficas velas  adornadas, como es costumbre con ristras de billetes de banco y con flores.
          Una vez en el templo, los alumnos  escucharon la exhortación de los monjes rezaron y recibieron su bendición.  Tras la ceremonia, los alumnos  comieron y disfrutaron en los jardines del templo hasta la tarde.  Pese a tenerlo tan cerca era la primera vez que visitaba el templo, (o más estrictamente centro de meditación, pues no llega a la categoría de templo)  y me quedé sorprendido de la belleza del lugar, no sólo por estar aislado en un bosque de heveas y disponer de frondosos jardines con  cabañas  aisladas para retirarse a meditar, sino también por estar al pie de un  enorme peñasco rocoso, cubierto de vegetación y horadado por dentro con numerosas cuevas  que harían la delicia de cualquier espeleólogo  pero que a mí me sirvieron para pararme unos minutos en el corazón de la roca, concentrarme, frente a una estatua de Buda  y  visualizar nuevamente todo lo que esta experiencia está aportando a mi vida y lo que quiero que siga aportando en el futuro.

13 de julio de 2013

Escuela de bambú: Una pequeña cenicienta tailandesa



         Ong Eer tenía  cuatro años cuando murió su madre, allá en Birmania. Poco después el  padre cruzó la frontera con su hija, buscó trabajo en una plantación de caucho y muy pronto se volvió a casar.  Al cabo de unos años la familia había crecido.  El nuevo matrimonio tenía ahora otras dos hijas  que  cuando tuvieron  5 años enviaron a  nuestra “Escuela de Bambú”  y  un  recién nacido que al parecer quedaba la mayor parte del tiempo al cuidado de Ong Eer.
           Un día, mi amigo Víctor, pendiente siempre de los niños sin escolarizar de la zona, preguntó a una de las pequeñas si tenían más hermanos o hermanas.  Se sorprendió al oír  que tenían una hermanastra  de 10 años  que no podía  venir a la escuela  porque tenía que cuidar del hermano más pequeño.   Víctor, ya no descansó hasta tener la ocasión de acercarse a la casa de las niñas para enterarse  de primera mano sobre los motivos que impedían a los padres  enviar  a su hija mayor al colegio.   Llegó a la choza en la que vivían al atardecer,  cuando la familia estaba reunida  para la cena.  Lo primero que le llamó la atención fue ver a la hija mayor  en un rincón de la casa  comiendo ella sola  como si  no fuera de la familia.  Mientras hablaban observó  además que las pequeñas salían  fuera de la choza a jugar, pero la mayor se puso a  recoger  los utensilios de la cena, barrió la estancia y no dejó de hacer cosas mientras los adultos hablaban. 

           La madrasta explicó que no podía enviar a su hija mayor  a la escuela porque no tenía con quien dejar  a la recién nacida. El padre avergonzado guardaba silencio sin atreverse a mirar a la cara a mi amigo.  Víctor les ofreció dinero para  que pagaran a otra persona  que cuidara  de la recién nacida.  Quería  una oportunidad  para Ong Eer. Los padres aceptaron en principio pero el arreglo duró sólo unos meses.  Ahora teníamos  a  la pequeña  en el colegio  pero pronto nos dimos cuenta que su vida no había mejorado, todo lo contrario, pues el venir al colegio no la liberaba de ninguna de las tareas de la casa  y  sus  hermanas menores la seguían tratando como a una sirvienta.  Víctor  volvió a visitar a la familia acompañado de una profesora y cortando por lo sano, les ofreció una cantidad de dinero  para que le dejaran ocuparse de la niña.  Llegaron a un acuerdo y confió a la niña al cuidado de la profesora que ya se ocupaba de otros casos parecidos y  así empezó a fraguarse la idea de una casa  de acogida para niños y niñas  en situaciones de abandono  sin que ello significase necesariamente que fueran huérfanos. 

           Llegó la necesidad de construir  una casa permanente para recoger a esos niños y gracias a las aportaciones y generosa colaboración de un grupo de jóvenes voluntarios australianos   procedentes del Colegio de San Bede cerca de Melbourne,  por fin hemos visto casi cumplida la realización de la primera parte del proyecto.  No sé verdaderamente qué admirar más, si la entrega con la que esos gigantes de 17 años  bajo la cariñosa pero experimentada  batuta de sus tres profesores empezaron a acarrear piedras y cemento, a levantar  paredes, a  ayudar a los profesionales a colocar  el tejado, o la continua  interactuación con los niños,   las veces que se dejaron literalmente invadir  por un tropel de enanitos que querían subirse a sus espaldas, la seriedad con la que jugaban con ellos, la mímica de sus comunicaciones y los regalos que les trajeron.  En todo caso, han sido un continuo ejemplo para todos y cuando después de 15 intensos días de trabajo les llegó la hora del regreso  alguno dejó  escapar alguna lágrima pero todos, absolutamente todos  dejaron aquí un trocito de su corazón.


7 de julio de 2013

Escuela de Bambú: Una tarea escolar que casi acaba en tragedia


         Tanason (curioso nombre que en tailandés sólo tiene consonantes)   tiene siete años.  Sus padres viven  en  Birmania pero  él  se ha venido a Tailandia con  sus abuelos  que se han instalado  hace poco tiempo  en una cabaña de paja  y bambú  al borde de un bosque cercano al colegio.   Como los abuelos  no hablan ni una palabra de  tailandés,  a los siete años el chiquillo  se ha convertido  en el traductor oficial de la familia.  Por eso quizá es uno de los niños que más empeño pone en el colegio a la hora de  estudiar  sus lecciones y aprender  el alfabeto  tailandés.  Este es su segundo año de Anuban (Preescolar). Todavía confunde los dos idiomas pero  con un poco de suerte el próximo año estará listo para empezar los estudios  regulares en  Primaria.
            Ayer  sin embargo  Tanason llegó al colegio acompañado de su abuelo.  A pesar de sus siete años parecía él  quien  traía al abuelo, un hombre de unos  sesenta años, que aparenta al menos  ochenta y que descalzo,  desnudo de cintura para arriba, ciñendo  un sencillo sarong,     se mueve despacio y con  dificultad.  Parece un  santón de los que vemos en algunas fotografías típicas de la India.    
Nos extrañó  la visita, pero pronto  entendimos  el alcance de la tragedia.  A través de una  de las profesoras que hablan  el idioma Karen  supimos   que  la noche anterior, Tanason   le pidió al abuelo que le encendiera una vela  para  poder  hacer  los deberes que le había mandado su profesora.  El abuelo sólo tenía un pequeño cabo de vela, pero pensó que sería suficiente,  lo encendió  y dejó al niño sólo en la cabaña mientras  él iba a hablar con un amigo y de paso quizá comentar las noticias de su país.  Mientras  Tanason  se aplicaba a la tarea,  la vela se consumió por completo  y lo que ahora  iluminaba el cuaderno del niño no era otra cosa que el trozo de bambú  sobre el que el abuelo había depositado la vela.  Pronto las llamas prendieron las paredes y el tejado de paja trenzada;  el niño se asustó,   salió  de la cabaña corriendo en busca del abuelo.  Pero cuando llegaron ya era tarde,   las llamas  tomaron  fuerza y   la cabaña  entera ardió como una tea.  El techo de paja,  las paredes de bambú,  y   las pocas pertenencias y ropa de la familia, eran ya  cenizas.  . 
            El abuelo venía al colegio  a contarnos lo ocurrido y de paso explicar  por qué el niño no iba a poder traer la tarea...  Quedamos sobrecogidos. Tanto,  que en el acto dimos al abuelo el dinero que llevábamos encima  y  después de izar la bandera y hacer la oración  de la mañana,   se contó   a los niños  lo ocurrido y por primera vez en la historia del colegio se les propuso  para  el lunes,    una colecta  para ayudar a la familia a reconstruir  su vivienda, y hacerles sentir  a ellos el sentido verdadero de la solidaridad.  
Hoy me he acercado a ver lo que quedó de la casucha y a llevarles un par de mantas, una mosquitera y algo de comida.  Ver con que serenidad estas personas aceptan estas  desgracias en sus vidas   me conmueve.  ¡Con qué poco se conforman!  Sobrevivir es el único anhelo cotidiano.  Sus deseos no pueden ir más allá. Viven el día a día pero confían en  que si su nieto estudia,  quizá algún día pueda vivir mejor que ellos.
              Por mi parte,  me doy cuenta de lo alejados que  a veces  nos encontramos de la vida real de los alumnos.  Lo que de verdad me atrae de este proyecto es precisamente que no es un proyecto de escolarización,  sino que tratamos de vivir la realidad de todos y cada uno  de los alumnos  que vienen a nosotros: su origen,  su idioma, la situación familiar, con quién viven,  el tipo de  vivienda en la que viven , sus comidas… 
 Muchos de estos muchachos no tienen luz eléctrica en casa,  tampoco tienen una mesa donde escribir, y el suelo  en el que se tumban para hacer la tarea está hecho de cañas  y  por lo tanto  es ondulado. Se levantan muy temprano porque amanece a las seis de la mañana, pero a las siete de la tarde es de noche.  Viven  al ritmo solar, para ellos venir a la escuela es no solo  aprender a hablar sino a saber lo que es un grifo con agua corriente,  descubrir un aseo,  contemplar el milagro de la luz eléctrica,  las maravillas de la televisión.  Un mundo tan fantástico como el que los niños en la capital  visualizan cuando  se sientan frente a la tele para ver un programa de fantasía.  
          Cada vez  que una de esas niñas o niños se acercan a mí por la mañana  oliendo a humo y a ropa mojada, cada vez que me miran con ojos brillantes como ascuas y me sonríen sé lo mucho que les debo por lo que me enseñan,  por lo que me hacen  vivir y ver.