Religiosidad en Tailandia
Hace unas semanas Nenewe , con 14 años, murió víctima de malaria cerebral fulminante.
Sus
padres, de etnia Mon, nos invitan a la ceremonia de rezos por la niña difunta.
Viven en una choza de paja y bambú a orilla de la plantación en la que trabajan.
Parientes y amigos les han ayudado a preparar la casa para el espíritu de la
niña (Bhan Phi) , un templete donde se instalarán los bonzos para rezar y
obviamente comida con la que agasajar a monjes e invitados.
Mientras los bonzos entonan sus rítmicas
sutras los niños se abrazan a nosotros, juegan a escribir en un trozo de papel
o desaparecen entre los arbustos. Los mayores, las manos juntas en plegaria,
siguen los rezos y de vez en cuando con un paño espantan a los insectos que
revolotean en torno a los platos de comida colocados sobre esteras en el
suelo. Un cordón de algodón se extiende
desde la casa del espíritu hasta la mano
del bonzo de mayor rango y, me imagino, asegura la perfecta comunicación con el
más allá. Entre tanto, la madre de la niña
va y viene de la improvisada cocina a los monjes que comen en primer lugar. No muestra ningún signo de aflicción aunque esté desgarrada por dentro. Estos
rezos servirán para que su niña se reencarne en un ser superior . Nos llega el
turno de probar la comida. Todos tienen los ojos puestos en nosotros. No hay
escapatoria y sentarse en el sueño manteniendo un plato en una mano y los
palillos en la otra no es fácil cuando se tiene poca flexibilidad.
Al terminar la ceremonia nos piden el favor
de acercar a los bonzos, dos adultos y cuatro o cinco chiquillos de entre 8 y
14 años, a su templo. Los pequeños bonzos van contentos porque además de la
comida les han entregado un sobre con
100 baht (3,30 Euros).
Este es un país en el que la religión preside el ciclo de nacimiento,
vida y muerte, impregna la mentalidad un poco fatalista de la gente, y pone una
nota de vivos colores rojo, amarillo y oro, entre la exuberancia de los verdes vegetales y el marrón de los polvorientos caminos.
En Tailandia las horas de la noche y primeras
de la mañana se nombran por los golpes y tipos de campana (ti o thun) con que el templo las señala.
Todo tailandés, alguna vez en su vida se ha rapado la cabeza, ha vestido el
hábito naranja y ha permanecido al menos una semana en el templo.
Suele hacerlo antes de casarse para completar su formación como hombre o
incluso antes si muere un familiar pues creen que el fallecido pasará a una vida
superior si puede asirse al borde
del hábito azafranado.
No es de extrañar que veamos monjes deambular
por cada calle o rincón tanto de la ciudad como de los rincones más escondidos de la campiña. Se estima que Tailandia
tiene de forma permanente unos 250.000
bonzos y 20.000 monjas budistas (éstas con la cabeza igualmente rapada se distinguen
porque visten hábito blanco, o rosa en el caso de las monjas birmanas). Muy de mañana, los monjes hacen sus rezos y
salen a pedir la comida del día. No necesitan proferir palabra. De rodillas
las mujeres depositan arroz y otros alimentos en sus redondas y brillantes cazuelas.
Los templos budistas, además de lugares de
recogimiento, y sitios donde ofrecer limosnas son, particularmente en los
lugares remotos, auténticas escuelas donde niños y jóvenes se instruyen,
aprenden a leer y escribir y se empapan de la esencia del budismo: “Sanuk, Sabai, Saduak” es decir: sé
feliz, permanece sereno, confórmate con lo que la vida te ofrece.
A nosotros ayer, nos tocó ir de invitados a
una boda. Phloy (Joya) , una profesora de la escuela, se casó. Estábamos invitados a toda la ceremonia,
pero como tuvo lugar en un poblado a más de tres horas de coche nos saltamos
los ritos iniciales: rezo de los bonzos que habían señalado el día propicio
para la boda, procesión a casa de la novia e intercambio de regalos entre las
familias, y ceremonia entre simbólica y picaresca de la puerta de plata y la
puerta de oro. Llegamos justo a las
bendiciones. Los invitados,
individualmente o en grupo, se postran ante la pareja y al tiempo que les
entregan sus regalos les presentan sus más fervientes deseos de felicidad,
larga vida y abundante descendencia.
Entre tanto una animadora, con el altavoz a pleno volumen, anima a la
gente a que se vaya acercando y sea generosa. Cuando llega mi turno, me acercan
el micrófono para que mis bendiciones suenen alto y claro en inglés aunque nadie las entienda.
La ceremonia durará toda la tarde y buena
parte de la noche. Nosotros regresamos a Sanglaburi
felices por los recién casados y sintiéndonos un poco más parte de la
comunidad.
2 comentarios:
Federico, muy interesante tu información. Nos estás ilustrando de buena manera. Esa experiencia que nos estás compartiendo, nos va a enriquecer a todos los que te seguimos. Un abrazo, Carmen
Gracias, Federico. Vivir a través de tus experiencias es algo muy bonito y como dice Carmen Moreno, enriquecedor.
Un fuerte abrazo.
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