11 de septiembre de 2011

Un almohadón holandés

Llevaba un año viviendo en Bangkok y me defendía apenas con el idioma. Por otra parte en aquella época, pese a la guerra del Vietnam y pese a los numerosos soldados americanos que desde el frente llegaban en programas de “descanso” a Tailandia, el inglés, fuera de la capital era prácticamente desconocido y no digamos cualquier otro idioma europeo.


Tuve entonces que hacer un viaje al Norte del país para participar en un ciclo de conferencias que daba mi universidad en la ciudad de Chieng Mai, y como las carreteras dejaban mucho que desear particularmente de noche, al caer la tarde decidí quedarme en Nakhon Sawan. Elegí un hotel sencillo a orilla del río atraído sobre todo por el excelente olor a arroz frito que salía de la cocina.

- Sawat di Khrup ( Hola muy buenas) ¿Tienen una habitación libre?
- Née Noon ( Ciertamente, señor) ¿Cómo la quiere?
- Una habitación sencilla, si posible con baño, que no de a la carretera.
- Los baños y duchas están todos en el patio de la planta baja, pero tenemos una habitación que seguramente le va a gustar.
- ¡Bueno! … Si no hay más remedio… de acuerdo, me la quedo.
- ¿Después de la cena le mando subir un almohadón holandés?

Era la primera vez que se me ofrecía este complemento de cama en un hotel en Tailandia, pero sabía que los niños tailandeses, frecuentemente duermen abrazados a un almohadón largo, duro y redondo, por lo que tan insólito ofrecimiento no me pareció del totalmente extraño.

Mi intuición gastronómica no fue desacertada. La cena fue excelente. Arroz frito y un pescado sabrosísimo recién sacado del río, fruta y té y luego, para hacer tiempo, un whisky local “Mhe Khong” que como es tan áspero y fuerte hay que consumir a pequeños sorbos dejando tiempo entremedias para que se pase su efecto anestésico y se pueda volver a sentir el fuego bajando por el gaznate.

A las once subí a la habitación con el propósito de dormir de inmediato y así poder madrugar. A penas me había acostado cuando tres golpes suaves en la puerta me sobresaltaron.

- ¿Quién es? ¿Qué pasa?
- Señor, el almohadón holandés, respondió una voz femenina.

Recordé entonces el ofrecimiento que me hicieron en el momento de registrarme y cubriéndome con una toalla contesté: - “Ah! sí, pase, pase” al tiempo que me aceraba a abrir la puerta. Una muchacha joven, muy maquillada, vestida con un bonito sarong malva y una blusa a juego, entró en la habitación y me dedicó la más dulce de las sonrisas.

- ¿Y el almohadón?

No me contestó pero con una sonrisa maliciosa apuntó hacia sí misma y comenzó a desabotonarse la blusa. En el acto comprendí, que en este lugar, “almohadón holandés” era un eufemismo para decir otra cosa. Me ruboricé hasta la raíz del pelo, balbuceé, buscando palabras que no sonaran despectivas al tiempo que trataba de hacerle comprender que había un malentendido. Yo había tomado las palabras en un sentido demasiado literal. Entonces, se fue a un rincón, se sentó en el suelo con una pierna estirada y la otra debajo de la nalga y escondiendo la mirada se puso a juguetear con un mechón de su largo pelo negro. Estaba enfadada y confundida, y parecía estar preguntándose si yo era una persona decente, un tonto, o un marica al que no le gustaban las mujeres.

Por mi parte, también pensando rápido, me debatía entre la ocasión que pintan calva, y el miedo a las posibles consecuencias. A mi cabeza llegaba quizá la reflexión que mi amigo Feito me había hecho meses atrás: “Desengáñate Federico, no es la virtud lo que nos mantiene fieles, sino el puñetero miedo …”

Comprendí que no podía hacer salir de la habitación a la muchacha aunque hubiera perdido la oportunidad de dormir con un almohadón suplementario. Se lo hice comprender; le dije que mi novia me esperaba en Bangkok, y que no la iba a engañar porque estaba muy enamorado, pero que, por otra parte, entendía su problema y me brindaba a pagarle el servicio y que si le apetecía podíamos pasar el rato hablando de lo que ella quisiera siempre que me hablara despacio y con palabras sencillas. Levantó entonces la mirada, volvió a sonreír y se disolvió ese mohín de rabia que hasta entonces brillaba en sus ojos.

- ¿Qué haces en Tailandia? me preguntó
- Soy profesor en la universidad. Enseño inglés.
- ¡Cómo me gustaría saber inglés! Cuando gane dinero suficiente me iré a estudiar a Bangkok.
- ¿Por qué quieres estudiar? ¿No te gusta lo que estás haciendo?
Con un ligero gesto de la mano, como quién espanta una mota de polvo sin importancia, me dijo:
- Aunque no te lo creas, esto lo hago por necesidad. Quiero ganar dinero para poder pagarme la matrícula en la Escuela de Policía de Bangkok.
Seguimos hablando de sus sueños, de sus cantantes favoritos y ella me preguntó sobre mi novia; si era guapa, si era Tailandesa, si hacía mucho tiempo que nos conocíamos.

A la mañana siguiente salí del hotel sin hacer comentario alguno sobre los servicios extras que el hotel prestaba, pero conduje un buen rato rabioso, riéndome no sé si de lo absurdo de la historia o de la imbecilidad del protagonista. Creo que a los hombres no les gusta hablar de las ocasiones perdidas. Yo desde luego no mencioné a nadie el incidente y poco a poco fue desapareciendo bajo el polvo de nuevas historias de viaje.

Pocos años después, sin embargo, debido a una cancelación de vuelos tuve que hacer escala en Bangkok cuando me dirigía a Tokio. La ciudad estaba inmersa en pleno boom asiático y la silueta de la ciudad, había perdido parte de su encanto: gigantescos edificios de acero y cristal, hoteles y más hoteles, tiendas abarrotadas de mercancías falsificadas, bares, cabinas de masajes… Mirara donde mirase, la grácil silueta de los templos y las esbeltas y doradas “stupas” habían desaparecido. Decidí hacer noche en un hotel cercano al aeropuerto, pero aún así, en los cuatro o cinco últimos kilómetros antes de llegar, el tráfico se fue ralentizando y lo que habitualmente se cubre en pocos minutos, empezó a alargarse peligrosamente. Sin poder hacer nada, aún sentado en el taxi, presentí la catástrofe: sólo un milagro haría que llegara a tiempo para mi vuelo. Los trámites de equipaje y sellado de visados y pasaportes suelen ser desesperadamente lentos. “Cha, cha..” (Despacio, despacio ) parece ser la fórmula oriental de la felicidad.

Faltaba media hora para la salida del avión y las colas ante los pacíficos aduaneros me parecieron interminables, tanto que empecé a protestar en voz alta y a lamentarme porque un segundo retraso en la llegada a Tokio suponía el fracaso total de mi viaje.

De pronto, ante mis protestas y el jaleo que estaba preparando se acercó una mujer vestida con el uniforme de aduanas y me preguntó qué me ocurría. A voz en grito le expliqué que a causa de la lentitud en los controles iba a perder mi vuelo a Tokio. Me escuchó sin decir palabra, escrutó mi rostro y no tenía muy claro si iba a echarse a reír o a reprenderme por mis gritos.

- “Sígame” , me dijo entonces en perfecto inglés.

Desesperado, la seguí sin decir palabra y para mi sorpresa, se acercó a uno de los puestos de control, intercambió unas palabras con el oficial, selló mi pasaporte, pasó por el escáner el equipaje de mano y con la más dulce de las sonrisas me espetó:

- Todavía puede alcanzar su avión, pero “reu, reu" (deprisa, deprisa) y no se le ocurra pedir un almohadón holandés”

Me sentí confundido y la miré directamente a los ojos. Por un instante lamenté no perder el avión.

2 comentarios:

Prometeo dijo...

Delicioso relato, con sorpresa final...una delicia. Un abrazo.

g.vidal dijo...

Tus relatos son deliciosos, ¿no te has planteado escribir un libro?
un abrazo