8 de septiembre de 2011

Había tenido una provechosa jornada de trabajo visitando a los clientes del norte del Líbano en compañía Anthony. Regresábamos a Beirut cuando me propuso hacer un alto en Biblos, la antigua ciudad fenicia, cuna de nuestro alfabeto y crisol de civilizaciones. Una impresionante fortaleza en ruinas de la época de las cruzadas, domina aún hoy el puerto del que imagino partían aquellas naves que comerciaron por todo el Mediterráneo. Iba a entrar en un bar a tomar un café cuando algo llamó mi atención. En la pared de una casa vecina un gran rótulo hecho con toscos brochazos de pintura azul decía: “Antiques”. Debajo, una mesa larga, y amontonados en ella los más diversos utensilios, prendas, y objetos inútiles en diversos estados de conservación. Iba a pasar de largo cuando la chiquilla de no más de 10 años que atendía la improvisada tienda de antigüedades me interpeló:

- Mister, mister, cosas antiguas, mucho valor.
Le sonreí tomando en la mano un reloj de pulsera al que le faltaban las agujas.
- Viejas sí, pero antiguas es otra cosa…

Los ojos de la niña negros como tizones y vivarachos como lagartijas no me perdían de vista. Trataba de interpretar lo que me pudiera interesar en aquel montón de chatarra. De pronto, de entre un amasijo de llaves y otros objetos de bronce, sacó una pequeña lámpara de arcilla, copia seguramente de las antiguas lámparas romanas tan comunes en la antigüedad. A todas luces me pareció un objeto incongruente, fabricado en serie en cualquier alfarería del lugar como “souvenir” para los turistas. No tenía ninguna intención de cargarme con más recuerdos por lo que con la mejor sonrisa iba a decirle adiós y seguir mi camino. De pronto, en un ramalazo de simpatía, fascinado quizá por su mirada intensa le pregunté:

- Cuánto pides?
- Diez dólares Mister. Muy buena .
Diez dólares tirados, pensé, pero me pareció un gesto barato al contemplar la alegría de la chiquilla mientras envolvía la lamparita en un trozo de papel de periódico. Quizá había sido su única venta del día y gracias a ella la niña se había librado de una regañina.

De regreso a mi casa, dejé la lamparilla en un cajón no sin antes enseñarla a mi familia y comentar la anécdota de cómo una niña había intentado vendérmela como una gran “antigüedad”.

Pasó el tiempo, y un buen día, el profesor de mi hija, entonces en 6º de EGB, les anunció que al día siguiente irían al Museo de Burgos. Les explicó someramente las importantes excavaciones arqueológicas que se estaban llevando a cabo en la provincia y les explicó la manera que tenían los investigadores para determinar la antigüedad de un hallazgo mediante la prueba del carbono 14.

Como ejercicio práctico invitó a los alumnos a que preguntaran en casa si tenían algún objeto muy antiguo que quisieran someter a la prueba del carbono 14 porque en el museo le habían prometido que harían uno o dos ejercicios prácticos. Por la tarde, mi hija lo habló con su madre, yo estaba nuevamente de viaje, y entones se acordaron de la famosa lámpara de aceite… Debido a su pequeño tamaño, dio la casualidad que la eligieran para hacer la prueba. Pero lo verdaderamente asombroso fue el resultado: No había duda, la lámpara podía fecharse aproximadamente entre el año 50 y el año 100 de nuestra era.

Cuando volví a casa no me dejaron ni quitarme el abrigo:
- Papá, papá no te lo vas a creer. A qué no sabes cuántos años tiene la lámpara que trajiste del Líbano.
- ¡Hombre, saber, saber… no lo sé, quizá entre cinco meses y un año
- Que no papá, que es una lámpara de verdad, que tiene más de 1900 años!
- ¿Me estáis tomando el pelo?

Entonces me explicaron lo que había ocurrido y como en el Museo de Burgos se había determinado su antigüedad sin lugar a ninguna duda.

Desde entonces guardo la lámpara como un talismán. ¿Por cuántas manos ha pasado antes de llegar a nosotros? ¿Cómo ha logrado mantenerse entera siendo algo tan frágil, barro apenas sin cocer ni ornamentar? ¿Quién fue su último dueño antes de quedar enterrada bajo escombros durante siglos? Mi imaginación se desboca pensando en las historias que ha vivido. Algún día, estoy seguro, acabará desvelándome alguno de los secretos que encierra entre su chamuscada arcilla.

1 comentario:

Prometeo dijo...

La sorpresa en el momento adecuado, al decision justa y el tesoro que viene a nosotros.
Buen relato, muy realista y bien escrito.
un abrazo.