18 de abril de 2011
Persiguiendo una imagen
El lienzo está impoluto frente a mí, encima, clavada en el caballete, la imagen que quiero pintar. Lo que empezó siendo un entretenimiento se está convirtiendo poco a poco en auténtica afición. De un tiempo a esta parte me fijo en los cuadros que veo, intento descifrar la técnica, me pregunto sobre la mezcla de colores, los puntos de fuga los diferentes planos, los difuminados de fondo y la calidez de los primeros planos.
Me equivoco una y otra vez al mezclar los colores. Entre lo que busco y lo que consigo media una enorme distancia que me resulta imposible abarcar. Lo que pretendía ser un tono cálido, con vida, se apaga al rato de ser aplicado. Las pinceladas se desvían, la imagen parece plana, sin volumen. Las hojas verdes y y tostadas del ramo no se destacan suficientemente del fondo caleidoscópico y multicolor.
No desfallezco. La tarea es apasionante. El profesor pasa y a veces, un consejo, una ligera corrección de su mano supone un avance de horas. Me concentro en los colores, en las pinceladas y voy perdiendo la noción del tiempo. Acaricio una y otra vez la tela porque quiero que surja, esa imagen que a fuerza de mirarla como modelo ha quedado grabada en la retina y llevo conmigo incluso cuando no estoy pintando.
Sin embargo, sigue siendo copia de una copia. No he logrado transformar lo que he visto en una emoción que otros puedan percibir. Esa es, me parce a mí la diferencia entre el copista aplicado y el artista. El primero reproduce, el segundo transmite alma, al mirar su obra atisbamos algún retazo de emoción. El cuadro deja de ser impersonal y se convierte en testimonio. No me sentiré pintor hasta que no sea capaz de volcar mi alma en lo que pinto, como no me sentiré escritor hasta que sin darme cuenta, deje girones de mí en lo que escribo.
Hace unos días, leía en un libro que la pintura no se explica: se entiende. Seguramente enfrentados al cuadro, a cualquier cuadro, experimentamos una emoción. Puede ser de embeleso, de admiración, de contemplación o de rechazo y esta emoción antecede cualquier atisbo de comprensión. No siempre entiendo la obra de arte abstracta, pero cuando la contemplo, reacciono de inmediato. Me puede gustar aunque no la entienda. Si no es la primera vez que la veo, si estoy familiarizado con el autor, si he leído algo sobre la técnica o el estilo al que pertenece, si en particular, alguien a mi lado que la conoce bien, me hace notar la intención del pintor y los medios que utiliza para conseguirlo, indudablemente, aumentan exponencialmente las probabilidades de que la obra me guste.
De cualquier modo, sea cual sea la reacción del observador, una vez terminado, el cuadro se vuelve independiente de su autor. El mensaje se desliga incluso de la intención primera del pintor. Su significado se multiplica por el número de observadores. En la pintura figurativa, las diferencias son de de matices, en la abstracción pueden llegar a ser diametralmente opuestas. Pero ya no hay una realidad única. Hay una imagen que provoca en mi una reacción y si trato de explicármela, una interpretación que será exclusivamente mía, porque así la percibo yo en función de las emociones que en mi ha provocado.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Lo mejor es que no hay copias perfectas, siempre es otro cuadro diferente, otra mirada diferente y eso es lo mejor pues al final el arte debe y es totalmente subjetivo, nadie mira igual, nadie siente por los otros...un abrazo.
Publicar un comentario