29 de agosto de 2009
Egon Schiele: Autorretrato
Autorretrato
1910 Tiza y guacha 44,5cm x 30,4 cm
Leopold Museum (Viena)
Del mismo modo que existen palabras clave para una época en las que se expresan en esencia los ideales, deseos y metas de una sociedad determinada – pensemos por ejemplo en “Décadence” o “Fin de siècle” -, también existen cuadros clave en la obra de un artista en los que se pueden reconocer el carácter y las raíces de su obra. Tanta más razón para hacer esta suposición, cuando – como en el caso de Egon Schiele – es su autorretrato el que aparece de al modo en primer término. La enorme cantidad de autorretratos, alrededor de cien, prueba no sólo que, entre los pintores de su época, fue uno de los observadores más extremos del yo, sino que además podría despertar la sospecha de que nos encontramos ante una persona que quizá pudiera calificarse de narcisista.
En los primeros autorretratos, realizados entre 1905 y 1907, se expresa en principio el deseo imperioso de compensar la pérdida sufrida por la muerte de su padre, que siempre había alabado sus dibujos, mediante una exaltación grandiosa y exhibicionista del propio yo. La temprana admisión en la Academia de Viena – a la edad de dieciséis años – tuvo que haber confirmado sin duda alguna su ego artístico; consciente de sí mismo, aparecer a partir de entonces con la paleta y el aspecto de un dandy. Tras la “Fase Klimt”, a partir de 1910, aumenta progresivamente la tensión de los autorretratos. Desde entonces hasta 1913 la mayoría de las representaciones se caracterizan por el exceso de valores expresivos que dificultan su comprensión como simples autorretratos. El espejo se convierte en espejo deformante, el reflejo de su propia imagen en un alter ego, en otro yo extraño. Los rasgos dominantes de esta nueva fase, caracterizada por los permanentes intentos de evasión del corset de la personalidad fija, son la delgadez de al figura, las contorsiones virtuosas del cuerpo, una mímica entre estrafalaria y tétrica que no está dominada por ninguna regla comprensible de la afectividad, y un cabello corto y rebelde que se levanta como electrizado. La pose ante el espejo ha desarrollado progresivamente una dinámica propia enajenadora que se corresponde con una forma en el medio del dibujo y la pintura, la cual se aparta del modelo natural, es decir, de la reproducción en sentido realista. Esta forma no provoca una autenticidad arcaica, sino el moderno desgarramiento del propio yo.
En los primeros autorretratos, realizados entre 1905 y 1907, se expresa en principio el deseo imperioso de compensar la pérdida sufrida por la muerte de su padre, que siempre había alabado sus dibujos, mediante una exaltación grandiosa y exhibicionista del propio yo. La temprana admisión en la Academia de Viena – a la edad de dieciséis años – tuvo que haber confirmado sin duda alguna su ego artístico; consciente de sí mismo, aparecer a partir de entonces con la paleta y el aspecto de un dandy. Tras la “Fase Klimt”, a partir de 1910, aumenta progresivamente la tensión de los autorretratos. Desde entonces hasta 1913 la mayoría de las representaciones se caracterizan por el exceso de valores expresivos que dificultan su comprensión como simples autorretratos. El espejo se convierte en espejo deformante, el reflejo de su propia imagen en un alter ego, en otro yo extraño. Los rasgos dominantes de esta nueva fase, caracterizada por los permanentes intentos de evasión del corset de la personalidad fija, son la delgadez de al figura, las contorsiones virtuosas del cuerpo, una mímica entre estrafalaria y tétrica que no está dominada por ninguna regla comprensible de la afectividad, y un cabello corto y rebelde que se levanta como electrizado. La pose ante el espejo ha desarrollado progresivamente una dinámica propia enajenadora que se corresponde con una forma en el medio del dibujo y la pintura, la cual se aparta del modelo natural, es decir, de la reproducción en sentido realista. Esta forma no provoca una autenticidad arcaica, sino el moderno desgarramiento del propio yo.
28 de agosto de 2009
Efemérides: 23 de Agosto 2009
En un intento de destilar mis emociones y reducirlas a sus más sobrios componentes, he dejado pasar unos días pensando qué palabras podrían condensar la emoción de un abuelo el día del bautismo de su nieto. Fe, familia, tradición entremezcladas, indisolubles y una inmensa nostalgia por tiempos pasados.
Ante mis ojos desfilan los bautizos en los que, después de actuar como monguillo de la ceremonia, me tiraba al suelo con los demás chavales en busca del último confeti, los bautizos de mis hijos, la emoción contenida y el miedo a no saber hacer de ellos personas felices e independientes. Y ahora, extasiado ante estas tradiciones de pueblo que perviven y me llevan inexorablemente al pasado, asisto como testigo al bautizo de mi nieto y deseo para él jalones de confianza y amor en su camino y una estrella en la que colgar sus ilusiones.
Ante mis ojos desfilan los bautizos en los que, después de actuar como monguillo de la ceremonia, me tiraba al suelo con los demás chavales en busca del último confeti, los bautizos de mis hijos, la emoción contenida y el miedo a no saber hacer de ellos personas felices e independientes. Y ahora, extasiado ante estas tradiciones de pueblo que perviven y me llevan inexorablemente al pasado, asisto como testigo al bautizo de mi nieto y deseo para él jalones de confianza y amor en su camino y una estrella en la que colgar sus ilusiones.
Humor inteligente
Cada vez que sale a la palestra algún comentario sobre el humor o los humoristas de inmediato, suele aparecer el calificativo de “inteligente”. Confrontado con tan recurrente binomio tengo un doble problema al definir qué entiendo por “humor” y cómo podría definir, o al menos distinguir lo que es el “humor inteligente”.
El diccionario de la RAE me sirve de poco. La palabra “humor” tiene un sentido fisiológico y en el mejor de los casos se refiere a “Genio, índole, condición, especialmente cuando se manifiesta exteriormente” "Humorismo" nos acerca algo más al concepto al definirlo como “modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas”, pero evidentemente esta definición, a la manera de un gigantesco paracaídas recubre un sinfín de manifestaciones con elementos comunes y otros claramente específicos y definitorios: ironía, sarcasmo, anticlímax, enigma, antítesis, alusión, litotes, non sequitur, juego de palabras, sátira, parodia, paradoja etc.
No es mi intención emborracharme con palabras por lo que sin dudarlo un momento, y pese a posibles limitaciones elijo la definición que me llega en un mensaje a través del móvil: “Humor es el arte de expresar con simpatía los aspectos ridículos o chocantes de nuestros actos”.
Así definido, estamos más cerca de lo que podríamos definir como “humor inteligente”. Creo que bastaría añadirle una chispa de reflexión, que a manera de flash, se interponga entre la acción y la reflexión y haga que de alguna manera nos veamos interpelados, sacudidos o reflejados y nos obligue a tomar partido. Alguien en un blog lo sintetizaba diciendo: “frente al humor te ríes antes de pensar, pero si es humor inteligente, piensas antes de reírte”.
Si en el humor inteligente introducimos ese elemento nuevo, breve pero imprescindible que es la reflexión significa que nos incita a mantener una actitud abierta y activa, y nos obliga al mismo tiempo a vivir el presente y todas sus circunstancias.
No voy a citar humoristas que hacen un humor inteligente. Seguro que cada cual sabrá reconocer a sus favoritos. Una vez más y ciñéndome al humor gráfico voto por Mordillo y elijo la viñeta que ilustra esta reflexión.
El diccionario de la RAE me sirve de poco. La palabra “humor” tiene un sentido fisiológico y en el mejor de los casos se refiere a “Genio, índole, condición, especialmente cuando se manifiesta exteriormente” "Humorismo" nos acerca algo más al concepto al definirlo como “modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas”, pero evidentemente esta definición, a la manera de un gigantesco paracaídas recubre un sinfín de manifestaciones con elementos comunes y otros claramente específicos y definitorios: ironía, sarcasmo, anticlímax, enigma, antítesis, alusión, litotes, non sequitur, juego de palabras, sátira, parodia, paradoja etc.
No es mi intención emborracharme con palabras por lo que sin dudarlo un momento, y pese a posibles limitaciones elijo la definición que me llega en un mensaje a través del móvil: “Humor es el arte de expresar con simpatía los aspectos ridículos o chocantes de nuestros actos”.
Así definido, estamos más cerca de lo que podríamos definir como “humor inteligente”. Creo que bastaría añadirle una chispa de reflexión, que a manera de flash, se interponga entre la acción y la reflexión y haga que de alguna manera nos veamos interpelados, sacudidos o reflejados y nos obligue a tomar partido. Alguien en un blog lo sintetizaba diciendo: “frente al humor te ríes antes de pensar, pero si es humor inteligente, piensas antes de reírte”.
Si en el humor inteligente introducimos ese elemento nuevo, breve pero imprescindible que es la reflexión significa que nos incita a mantener una actitud abierta y activa, y nos obliga al mismo tiempo a vivir el presente y todas sus circunstancias.
No voy a citar humoristas que hacen un humor inteligente. Seguro que cada cual sabrá reconocer a sus favoritos. Una vez más y ciñéndome al humor gráfico voto por Mordillo y elijo la viñeta que ilustra esta reflexión.
25 de agosto de 2009
Paraíso inhabitado
PARAÍSO INHABITADO
Novela
Ana María Matute
Ediciones Destino 2008
Áncora y Delfín 1086
396 páginas
En la trastienda de la mente, sigue desde hace varias semanas repicando el último libro de Ana María Matute y es que siempre que la lectura de un libro me impresiona no me libero del todo de él hasta que confío al papel algunas de las ideas que me rondan.
Ana María Matute es una niña grande de 85 años. Digo niña porque me parece que nunca ha dejado del todo el mundo de la infancia y porque todos sus escritos están impregnados del encanto y la magia de los cuentos de hadas. Y digo grande porque además de una gran persona, lúcida conversadora es una asombrosa escritora que sabe transmitir con palabras muy sencillas sentimientos complejos, a menudo escondidos en los recónditos pliegues de nuestra memoria infantil.
En una época en que la novela moderna discurre por caminos sentimentalmente áridos y despojados, choca encontrarse con una novelista que sigue insistiendo en sus vivencias infantiles como caldo de cultivo para unas novelas cargadas de emociones y del frescor de los cuentos de hadas.
“Paraíso inhabitado” es un libro que narra la coexistencia e interacción de dos mundos que se atraen y se repelen, del mundo infantil y del mundo de los adultos. Es un libro de iniciación que narra esa misteriosa transición entre la infancia y la adolescencia que según en qué época era casi ya una llamada a la responsabilidad y al “saber estar” de los adultos. La protagonista de la historia construida en parte con recuerdos autobiográficos de la propia escritora, es una niña que, en el seno de una familia de la burguesía de principios del siglo pasado vive la separación entre adultos, padres, monjas del colegio, hermanos mayores, vecinos, etc. caracterizados en la novela como los “Gigantes” y los niños al que se asimilan el personal subalterno: doncellas, cocineras, criadas, y algún sirviente. La separación es física ya que los espacios de la casa están definidos por zonas de parquet y zonas de terrazo pero es sobre todo emocional y vivencial. Mientras son pequeños, los niños sólo existen para darles un beso antes de que se vayan a dormir. Y la escritora aprovecha esta separación para introducir su particular visión maniquea de la existencia, la dualidad entre el bien y el mal, la felicidad y la desgracia, la sinceridad y la mentira.
Pero además Ana María Matute no da puntada sin hilo, y en la filigrana de una historia lineal, una especie de autobiografía de una infancia feliz, entreteje algunas joyas de perspicaz observación de nuestro mundo y de crítica mordaz de los convencionalismos y la frivolidad de una cierta burguesía, el rechazo por los que son diferentes: sean familiares como la tía o vecinos como el sirviente de Gavrila; o la hipocresía religiosa caricaturizada en la figura de las monjas.
En suma, una novela que se lee con deleite, que aún sabiendo que se trata de una novela es un retrato de un mundo que existió y en el que se desarrolló la infancia de la escritora, y que nos muestra una vez más su aguda obsevación y la fluidez de su lenguaje literario.
A veces los recuerdos se parecen a algunos objetos, aparentemente inútiles, por los que se siente un confuso apego. Sin saber muy bien por qué razón, no nos decidimos a tirarlos y acaban amontonándose al fondo de ese cajón que evitamos abrir, como si allí fuéramos a encontrar alguna cosa que no se desea o incluso se teme vagamente
- Me he dado cuenta de que lo mejor de algo que se espera es estar esperándolo.
Y volvía la promesa: “Aprenderás a volar, cuando llegue la primavera”.
Novela
Ana María Matute
Ediciones Destino 2008
Áncora y Delfín 1086
396 páginas
En la trastienda de la mente, sigue desde hace varias semanas repicando el último libro de Ana María Matute y es que siempre que la lectura de un libro me impresiona no me libero del todo de él hasta que confío al papel algunas de las ideas que me rondan.
Ana María Matute es una niña grande de 85 años. Digo niña porque me parece que nunca ha dejado del todo el mundo de la infancia y porque todos sus escritos están impregnados del encanto y la magia de los cuentos de hadas. Y digo grande porque además de una gran persona, lúcida conversadora es una asombrosa escritora que sabe transmitir con palabras muy sencillas sentimientos complejos, a menudo escondidos en los recónditos pliegues de nuestra memoria infantil.
En una época en que la novela moderna discurre por caminos sentimentalmente áridos y despojados, choca encontrarse con una novelista que sigue insistiendo en sus vivencias infantiles como caldo de cultivo para unas novelas cargadas de emociones y del frescor de los cuentos de hadas.
“Paraíso inhabitado” es un libro que narra la coexistencia e interacción de dos mundos que se atraen y se repelen, del mundo infantil y del mundo de los adultos. Es un libro de iniciación que narra esa misteriosa transición entre la infancia y la adolescencia que según en qué época era casi ya una llamada a la responsabilidad y al “saber estar” de los adultos. La protagonista de la historia construida en parte con recuerdos autobiográficos de la propia escritora, es una niña que, en el seno de una familia de la burguesía de principios del siglo pasado vive la separación entre adultos, padres, monjas del colegio, hermanos mayores, vecinos, etc. caracterizados en la novela como los “Gigantes” y los niños al que se asimilan el personal subalterno: doncellas, cocineras, criadas, y algún sirviente. La separación es física ya que los espacios de la casa están definidos por zonas de parquet y zonas de terrazo pero es sobre todo emocional y vivencial. Mientras son pequeños, los niños sólo existen para darles un beso antes de que se vayan a dormir. Y la escritora aprovecha esta separación para introducir su particular visión maniquea de la existencia, la dualidad entre el bien y el mal, la felicidad y la desgracia, la sinceridad y la mentira.
Pero además Ana María Matute no da puntada sin hilo, y en la filigrana de una historia lineal, una especie de autobiografía de una infancia feliz, entreteje algunas joyas de perspicaz observación de nuestro mundo y de crítica mordaz de los convencionalismos y la frivolidad de una cierta burguesía, el rechazo por los que son diferentes: sean familiares como la tía o vecinos como el sirviente de Gavrila; o la hipocresía religiosa caricaturizada en la figura de las monjas.
En suma, una novela que se lee con deleite, que aún sabiendo que se trata de una novela es un retrato de un mundo que existió y en el que se desarrolló la infancia de la escritora, y que nos muestra una vez más su aguda obsevación y la fluidez de su lenguaje literario.
A veces los recuerdos se parecen a algunos objetos, aparentemente inútiles, por los que se siente un confuso apego. Sin saber muy bien por qué razón, no nos decidimos a tirarlos y acaban amontonándose al fondo de ese cajón que evitamos abrir, como si allí fuéramos a encontrar alguna cosa que no se desea o incluso se teme vagamente
- Me he dado cuenta de que lo mejor de algo que se espera es estar esperándolo.
Y volvía la promesa: “Aprenderás a volar, cuando llegue la primavera”.
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