27 de abril de 2009

Al César lo que es del César

Estos últimos días he oído invectivas por parte de los representantes de la Iglesia Católica a propósito de los ensayos con células madre, que me han dejado sorprendido.

Parece como si nuestra Jerarquía eclesiástica no hubiera aprendido, siglos ha, de sus errores al enjuiciar las teorías de Galileo. Siempre que los representantes de la Iglesia traspasan la esfera de lo puramente religioso corren el riesgo de opinar sobre materias que no son de su incumbencia, del mismo modo que los científicos traspasan los límites que les son propios cada vez que desde la razón intentan explicar el hecho religioso o la trascendencia.

La laicidad no ha logrado todavía asentarse de manera estable en la vida social y cultural de nuestro país. España, país de extremos, tiende siempre a situarse en polos diametralmente opuestos: o bien defiende con la cruz y la espada la religión a la fuerza en cualquier estamento de la sociedad, o bien imbuida de un laicismo trasnochado, pretende borrar de nuestro entorno todos los vestigios religiosos que perduran no sólo en nuestra cultura y nuestra historia, sino también y más ostensiblemente, en nuestro patrimonio artístico y arquitectónico. No podemos pretender que todas las aulas de nuestros colegios estén presididas por un crucifijo, como antiguamente lo estaban por los retratos de Franco y de José Antonio; pero tampoco parece de recibo pretender eliminar de la enseñanza toda referencia al cristianismo so pretexto de laicidad y de neutralidad. Más allá de las doctrinas y las creencias, el cristianismo es un factor tan fundamental en nuestra cultura que pretender ignorarlo es sencillamente una incongruencia.

Como explica Claudio Magris en su reciente Libro “La historia no ha terminado, “laico no significa de ninguna manera, como a menudo impropiamente se dice e ignorantemente se presupone, lo contrario de “católico” y no alude, de por sí, ni a un creyente ni a un agnóstico o a un ateo. La laicidad no es un contenido filosófico, sino un ámbito mental, la capacidad de distinguir lo que es demostrable racionalmente de lo que en cambio es objeto de fe – sin tener en cuenta la adhesión o falta de adhesión a tal fe – y de distinguir las esferas y los ámbitos de las distintas competencias, por ejemplo la de la Iglesia y las del Estado, lo que – precisamente según el dicho evangélico – hay que dar a Dios y lo que hay que dar al César”

Opino que la laicidad es una actitud de doble dirección. Debemos ser capaces de de comprometernos, de mantener nuestras ideas, de actuar conforme a criterios de justicia o de racionalidad, con total independencia de lo que opinen o hagan los demás, pero debemos admitir que otras personas puedan opinar y actuar con criterios diferentes.

Llama la atención que reclamemos la libertad de opinión universal y admitamos de buen grado la pluralidad de opiniones a nivel político y sindical y sin embargo nos llevemos las manos a la cabeza cada vez que un sacerdote o un obispo expresa su parecer a la luz de sus convicciones religiosas.

En resumen, laico es quien sabe aceptar una idea sin someterse a ella, quien mantiene su independencia crítica, quien no necesita idolatrar sus convicciones ni denostar las creencias de los demás para justificarse a sí mismo y sentirse mejor.

21 de abril de 2009

Blues de las preguntas


Hace tiempo que estoy entristecido
porque mis palabras no entran en tu corazón.
Muchos días estoy entristecido
porque tu silencio entra en mi corazón.

Hay veces que estoy triste a tu lado
porque tú solo me amas con amor.
Muchos días estoy triste a tu lado
porque tú no me amas con amistad.

Todos los hombre aman mucho la libertad.
¿Sabes tú lo que es vivir ante una puerta cerrada?
Yo amo la libertad y te amo a ti.
¿Sabes tú lo que es vivir ante un rostro cerrado?
Antonio Gamoneda
Blues Castellano

14 de abril de 2009

Lotos en el Klong


Una franja de luz se filtra a través de la persiana veneciana e ilumina el cabecero de una cama blanca..Se oyen murmullos, cuchicheos de los que entresaco palabras sueltas…el río…calor... delira. No entiendo nada. Floto en una nube de algodón, cierro los ojos, quiero dormir. No sé cuántas horas ¿o fueron días? transcurrieron desde ese primer atisbo de luz. Voces cada vez más apremiantes me obligan a abrir los ojos, me escrutan, parecen interrogarme, pero sigo en mi nube, algodonosa, insonora. Alguna imagen inconexa intenta filtrarse en mi conciencia: Wong Duang, la piragua, la cena, el queso ¿cuánto tiempo hacía que no lo probaba? Una imagen blanca, con cofia, se inclina hacia mí. Si estuviera en un hospital sería una enfermera. ¿Pero dónde estoy? Habla con alguien, le llama doctor. Entonces, … la cama blanca, el uniforme, el doctor… estoy en un hospital. ¿Qué me ha ocurrido?

Con un enorme esfuerzo abro los ojos cuanto puedo. De inmediato la conversación entre los dos desconocidos cesa. Me están mirando.
- “Nai Samianto ..Nai Samianto…”
Me llaman. ¿Por qué los tailandeses nunca pronuncian bien mi apellido? ¿Por qué no me llaman Fred, como todos los del pueblo? ¿Dónde está Phrapaiphak? Me duele la cabeza, mi lengua, mis labios se niegan a articular mis preguntas. Mis ojos deben expresar angustia, porque una mano fina, de dedos largos y frescos, me acaricia la frente. Ahora sí, ahora distingo las palabras. Las cantarinas frases tailandesas quieren tranquilizarme…

- Clap ma leo “Ya ha vuelto en sí…”

Estoy en un hospital. Por el acento, diría que el médico es francés aunque chapurrea alguna frase en tailandés. Es mayor, huele a tabaco de pipa y a whisky escocés. Cada día que pasa le noto menos ceñudo y a las enfermeras más sonrientes. La enfermera que me toma la temperatura me sonríe con timidez. Las auxiliares parece que la toman el pelo. Al final, una de ellas me cuenta que me han operado in extremis una peritonitis aguda, que he estado delirando varios días, que todo mi afán era abrazar a la joven enfermera Surini, y que al día siguiente de la operación llegó al hospital un Nak buat, un sacerdote joven, interesándose por mi, y que según decían debía estar en su pueblo en plena jungla cuando sobrevino el desastre.

La nube algodonosa se deshace. Empiezo a recordar. Era la época de Thêt, el año nuevo chino, y aunque estaba mal visto por las autoridades tailandesas, en el colegio, de mayoría china, nos habían dado vacaciones. Phrapaiphak y yo estábamos aprendiendo a vivir ausentes. Era muy duro en la ciudad, en nuestro Soy, la calle donde vivíamos, todo me la recordaba. El Père Guillaume, de los Padres Blancos, me había invitado a pasar el Thêt con él en una aldea de palafitos en uno de los klong o afluentes del Mekong. Además de la iglesia, y el dispensario dirigía un pequeño colegio al que acudían los niños del río después de sus clases en una escuela nacional en la que casi siempre faltaba el maestro. Mi amigo Guillaume quería mejorar el acento de la joven Wong Duang que enseñaba inglés y de paso, esperaba, que este cambio me ayudaría a olvidar.

La única forma de llegar al poblado era a través del río. Largas piraguas con un pequeño motor fuera borda del que sobresalía un largo vástago rematado en hélice, hacía las veces de propulsor y de timón. El embarcadero, mercado, y punto de encuentro con los habitantes de la carretera estaba aproximadamente a dos horas río abajo y algo menos cuando se hacía el camino inverso. En esas dos horas había retrocedido varios lustros en la civilización. Casuchas de madera de una sola pieza clavadas sobre largos postes a orillas del canal, pasarelas de bambú entre las casas, una o varias piraguas con y sin motor amarradas a los pilares de las casas, fango en las orillas y debajo de las casas, y picoteado o revolcándose en él, algún cerdo negro, unas gallinas y algún gallo desplumado que había sobrevivido mil peleas. En el agua niños bañándose, buceando, jugando o quietos como budas sentados en la veranda, esperando el menor movimiento de la caña que sostienen entre las piernas. En la parte alta de la aldea, formando un cuadrilátero, la escuela, la wat con sus stupas y los pabellones de los monjes, la casa comunal, y en una esquina, un poco retirada, la iglesia, el dispensario y el colegio católico. Mi amigo me espera en la pequeña plataforma que sirve de embarcadero a las lanchas que suben y bajan por el río cargadas de mercancías o de viajeros. Me enseña su casa: una amplia sala con una mesa y seis sillas en una esquina, armarios con medicamentos, estanterías de libros, cajas de herramientas, y en un baúl, enrolladas las esteras que nos servirán de cama por la noche. Un pequeño generador enciende la única bombilla de la estancia que según me comenta está abierta a todos, cristianos o budistas durante todas las horas del día.

Una familia amiga nos trae la comida apilada en fiambreras superpuestas: arroz cocido que sirve siempre de acompañamiento, verduras salteadas y muy variadas, y algún plato de pescado, pato o pollo; fruta en abundancia, y, como pequeña condescendencia a nuestros gustos occidentales, café cortado con un poquito de leche condensada. Por la noche, tumbados en nuestras esteras, contemplamos el reflejo plateado de la luna sobre las tranquilas aguas del río y charlamos de todo lo humano y lo divino. Le pregunto a bocajarro cómo aguanta la soledad, cuál es su tentación más fuerte. Me confiesa que la soledad hace estragos entre sus colegas. De la soledad al alcoholismo sólo hay un paso.

Los días son apacibles. Doy mis clases de inglés y la profesora, Wong Duang, rápidamente se adjudica el derecho de tutela. Me presenta a sus padres, me invitan a cenar en su casa, y me debato entre la obligada cortesía oriental y el miedo a hacer creer a la muchacha en algo que en estos momentos no me pasa por la imaginación. Me baño en el río con ella y con sus hermanas, me dejo enseñar palabras y costumbres que ya conozco, buscamos flores de loto y en general disfrutamos como chiquillos. Las vacaciones están a punto de terminar y Guillaume ha invitado a cenar al sacerdote de una aldea vecina que acaba de regresar de Francia y aporta al banquete una buena botella de vino francés y un grueso trozo de queso. Comemos, reímos, bebemos y sobre todo mezclamos en nuestra conversación anhelos y sueños de futuro con nostalgias de nuestro común pasado en Francia.

Al poco de acostarnos empiezo a sentir fuertes dolores de vientre que achaco de forma automática al queso. Llevo casi seis años sin probarlo, qué duda cabe, mi estómago ya no está habituado. Me levanto y voy al botiquín en busca de sales de frutas. Los dolores aumentan y me veo obligado a despertar a los amigos. Probamos varios remedios pero los dolores no remiten. Preocupado, Guillaume me ofrece su última alternativa: el botiquín de remedios chinos. El jarabe que tomo cae en mi estómago como vinagre en una llaga, pero los retortijones siguen aumentando. Pese a la vergüenza no puedo evitar gemir y quejarme. Tan pronto amanece mis amigos toman la única decisión posible: hay que trasladarme de urgencia a un hospital en la capital. El viaje río abajo hasta el embarcadero a pie de la primera carretera se hace eterno. La piragua no tiene toldo, y el sol atraviesa la ropa y abrasa mi vientre. A la inevitable tortura del sol se añade ahora el traqueteo por carreteras imposibles del taxi desvencijado que me lleva a la ciudad. Eran las diez de la mañana cuando salimos de la aldea de Lampang, sólo llego a la clínica Saint Louis en Bangkok a las cinco de la tarde. Me preparan de urgencia y entro en quirófano de inmediato. El apéndice ha reventado y el riesgo de infección en estos climas calurosos y de medios precarios es casi inevitable. Se declara una peritonitis, la fiebre se dispara, deliro, paso por largos ratos de inconsciencia, y nadie, nadie está a mi lado en esos momentos. Confundo a la enfermera con mi novia, quiero abrazarla, pedirle perdón y Surini, silenciosa y sonriente me acaricia y me susurra palabras dulces. Sabe lo solo que estoy y la imposibilidad de alertar a parientes o amigos. Cuando finalmente vuelvo de dondequiera que estuviese, el viejo doctor viene a felicitarme y a felicitarse. Estoy fuera de peligro aunque la recuperación será lenta y debo permanecer en la clínica en observación. So pretexto de cuidarme Wong Duang viene a Bangkok a casa de un familiar. No es fácil explicarle - sin herirla - que la decisión está tomada. Al finalizar el curso volveré a Europa. Mi aventura en Tailandia ha terminado. Más profunda y más dolorosa que la cualquier cicatriz quirúrgica, siento la herida de un amor destrozado por una guerra que no nos concernía pero asfixió nuestros anhelos de una vida sencilla y tailandesa.

Luis Leante: La Luna Roja


LA LUNA ROJA
Novela
Luis Leante
Alfaguara 2009
393 páginas

Hace unos días que terminé la lectura de esta impactante novela de Luis Leante y desde entonces me he sentido impulsado a escribir una reseña que no destruya el nudo central de la trama y al mismo tiempo refleje toda la complejidad, variedad de registros,
y arquitectura novelística de este joven escritor que ya me había sorprendido con su novela anterior: “Mira si yo te querré”.

Lo cierto es que el título es por sí mismo significativo y la portada que presenta la Editorial Alfaguara, con ese velo extendido frente a un anochecer oriental, sugiere un mundo de misterio, de colores, olores y sabores de las Mil y una noches. Nada más alejado de la realidad. El estilo narrativo de Luis Leante es sobrio, despojado de excesivas fiorituras. Las palabras, bien elegidas, no se recrean en los atardeceres del Bósforo sino que escudriñan los recovecos del alma de sus personajes, y una y otra vez, como pinceladas de un barniz aplicado con mimo, indagan, analizan y explican sus sentimientos.

El libro se lee como una novela de espionaje o intriga, aunque no haya investigación policial, pero se trata sobre todo de una metanovela en la que se entretejen de manera sorprendente la vida de un escritor turco, y la de su traductor español al tiempo que se desarrolla la obra de creación literaria, es decir la propia novela convertida de algún modo en personaje importante de este enigma. Desde mi punto de vista, este es uno de los méritos más sobresalientes autor: haber sabido combinar en un paralelismo especular las vivencias del joven escritor turco, y la educación estrambótica y multicultural del traductor por una parte, y por otra, la descripción minuciosa y profunda del reencuentro treinta años más tarde, que el escritor traductor hace con su pasado, con las heridas mal cerradas, y con la misteriosa muerte del melancólico y enfermizo escritor turco.

El cambio de tiempo verbal y de narrador nos ayudan en la lectura, progresivamente nos vamos introduciendo en la trama, y nos damos cuenta que el traductor se convierte a su vez no sólo en novelista y narrador de la historia, sino también en personaje de la novela arrastrándonos a nosotros en esa búsqueda de la realidad.

Como el propio Luis Leante dice de esta novela pretendidamente de intriga, pero con trasfondo literario y ambientación turca “René el traductor, y Emil Kemal, el escritor, inevitablemente, han de tener cosas mías, pero repartidas entre los dos. Son personajes que se separan y se juntan a pesar de sus diferencias culturales, y que también presentan muchos aspectos de otros autores y de otras ideas que tengo sobre el mundo y la Literatura”

A la manera de esas olas que allá en fondo del océano parecen diminutos rizos y poco a poco van cogiendo amplitud y fuerza hasta convertirse en una ola gigante, así, esta novela, nos introduce tímidamente, casi a trompicones en una historia que como un remolino nos va arrastrando cada vez con más fuerza dentro de la historia para culminar en las últimas, y a mi entender más logradas páginas, en el reencuentro nostálgico y fallido del traductor maduro, con un amor de juventud que dejó marchar sin mirar atrás, como quien deja escurrir agua entre los dedos.

8 de abril de 2009

Slumdog Millionaire

SLUMDOG MILLIONAIRE
Reino Unido 2008
Dirigida por Danny Boyle
duración 120 minutos
Drama

Acabo de devolver a la biblioteca sin leer el libro de Wikas Swarup ¿Quién quiere ser millonario? En efecto, después de haber visto la película me doy cuenta de que el guionista Simon Beaufoy ha exprimido como un limón la idea original del novelista y ha sabido trenzarla en una historia trepidante que nos repele y atrae a un tiempo, mezcla del más crudo realismo con la luz, la música y el ritmo del más auténtico cine de Bollywood (la meca del cine de la India).

Tuve la suerte, hace muchísimos años, de visitar Bombay y aunque desde entonces ha cambiado el antiguo nombre colonial por del Mumbay, nada ha cambiado ni en la miseria, la lucha por la supervivencia, la algarabía ni tampoco en el colorido, la alegría y las desbordantes ganas de vivir de sus gentes.

Precisamente uno de los méritos de Danny Boyle ha sido el combinar estos elementos y entretejer con ellos la vida de un muchacho, Jamal Malik, que participa en la versión india del concurso televisivo “¿Quién quiere ser millonario? y tiene la obsesiva idea de conquistar el amor de Malika joven huérfana que desde niña participó con él y con su hermano en su increíble lucha por sobrevivir.

La incomprensible exactitud de sus respuestas, le hace sospechoso de fraude y en una comisaría es interrogado bajo tortura lo que le hace recordar momentos de su niñez que son la clave de sus respuestas y que el director aprovecha para en una especie de breves “flashbacks” hacernos ver, sin regodearse, la miseria, la crueldad, los peligros de ese submundo en el que ha transcurrido vida de Jamal y de su hermano.

Es el contraste entre el concurso multitudinario con sus luces, su música, sus oropeles, su histrionismo, y el ambiente de pobreza y de degradación lo que hace la película soportable. Contribuye a ello el exotismo, incluyendo parte de los diálogos en hindi, el ritmo, el color, y sobre todo la música, esa mezcla de música pop de los setenta con ritmos inconfundiblemente hindúes.

Resumiendo, más que con la historia, me quedo con la puesta, en escena, el humor controlado, el ritmo, el color, la música, en particular con la de la última escena en la estación, las tomas de cámara desde ángulos absolutamente inverosímiles, en una palabra, más que con lo que cuenta, me quedo con la manera en que está contado.