Mi cuerpo refleja
el cansancio de nueve horas de
vuelo pero está amaneciendo sobre Rio de
Janeiro y los motores del avión indican que hemos empezado la maniobra de aproximación. Me habían aconsejado que eligiera bien el asiento,
preferiblemente en el lado izquierdo
porque el aterrizaje en Río es uno de los que no se pueden perder.
A medida que nos acercábamos se dibujó en el horizonte
una fina línea cobriza que se volvía de pronto incandescente e iluminaba una
inmensa bahía en la que por un lado sobresalía el famoso Pao de Açucar, y un
poco más lejos casi imperceptible silueta del famoso Cristo
Redentor y en la bahía dispersos islotes oscuros sobre un mar de tinta que la
claridad del horizonte irisaba con trazos acharolados. Fueron
unos pocos minutos de contemplación silenciosa y acongojada. ¿Cómo podía
contemplar tanta belleza y no poder
decir en voz alta que aquello era una maravilla? ¿Cómo explicar con palabras la imparable
sucesión de matices del rojo pálido al oro incandescente y cómo lo que minutos antes era
una mancha oscura se había convertido
en algo tan bello que faltaban
ojos para no perder detalle?.
La escala en Rio
sirvió para apaciguar poco a poco los nervios a flor de piel y el café
negro y oloroso barrió cualquier traza
de sueño, pero en contrapartida me
mantuvo en un frenético estado de excitación.
Abordamos el siguiente avión, más
pequeño y menos congestionado y tan pronto como alcanzamos el nivel de crucero, el comandante además de
darnos una calurosa y cantarina bienvenida
que no necesitó de traducción nos avisó que sería un día claro y sin
nubes y que sobrevolaríamos los Andes pasando por encima del Aconcagua que
podríamos ver a nuestra derecha.
En efecto tras una tensa espera durante la cual tuve
tiempo de bajar del equipaje de mano la cámara de fotos, fui fijándome en la progresiva transformación del
paisaje. Los inmensos pastizales se iban acercando al avión sin que éste hubiera cambiado de altitud. Lo que al principio sólo eran
diminutas manchas oscuras se movían y
luego se convirtieron en ganado vacuno
que indiferente a nuestro escrutinio
se movía por campos sin límites visibles. Al cabo de rato, el verde intenso de los
campos se fue haciendo más ralo, y lo que inicialmente parecían rocas y peñascos aislados se convirtieron en montes y montañas que se acercaban vertiginosamente. De pronto la nieve cubrió los picos y es como si una fuerza telúrica los fuera acercando hacia
nosotros como si quisieran traspasarnos. La diferencia de altura entre nosotros y las montañas era tan pequeña que
podía distinguir cada recoveco, cada picacho, cada nevero
de esa inmensa muralla que nuestro avión, como un saltador de pértiga, sobrepasó casi rozándola.
Apreté los puños de pura rabia porque esos dedos que se
crispaban no podían extenderse para apretar y acariciar otros dedos, otra mano
amiga. Pensé en mi mujer, pensé en mis
hijos y supe que jamás sería capaz de
trasmitirles lo que acababa de
vivir. ¡Tanta belleza y tanta emoción
perdida por no haber podido compartirla en el momento debido!
He vivido otros muchos bellos momentos de fuerte intensidad emotiva y con frecuencia lo he
hecho en compañía. Cada nueva experiencia ha reforzado mi absoluto convencimiento de que la belleza ha
sido creada para ser compartida y que las emociones fuertes se intensifican y se comprenden mejor cuando alguien a tu lado las vive
contigo..
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