6 de julio de 2018

Sobrevolando los Andes



Mi cuerpo  refleja  el  cansancio de nueve horas de vuelo  pero está amaneciendo sobre Rio de Janeiro y los motores del avión indican que hemos empezado  la maniobra de aproximación.  Me habían aconsejado que eligiera bien el asiento, preferiblemente en el lado izquierdo  porque el aterrizaje en Río es uno de los que no se pueden perder.
            A medida que nos acercábamos se dibujó en el horizonte una fina línea cobriza que se volvía de pronto incandescente e iluminaba una inmensa bahía en la que por un lado sobresalía el famoso Pao de Açucar, y un poco más lejos   casi imperceptible silueta del famoso Cristo Redentor y en la bahía dispersos islotes oscuros sobre un mar de tinta que la claridad del horizonte irisaba con trazos acharolados.   Fueron  unos pocos minutos de contemplación silenciosa y acongojada. ¿Cómo podía contemplar tanta belleza  y no poder decir en voz alta que aquello era una maravilla?  ¿Cómo explicar con palabras la imparable sucesión de matices  del rojo pálido al oro  incandescente y cómo lo que minutos antes era una mancha  oscura se había  convertido  en algo tan bello que   faltaban ojos para no perder detalle?. 
            La escala en Rio  sirvió para apaciguar poco a poco los nervios a flor de piel y el café negro y oloroso  barrió cualquier traza de sueño, pero en contrapartida  me mantuvo en un frenético estado de excitación.   Abordamos  el siguiente avión, más pequeño y menos congestionado  y  tan pronto como  alcanzamos  el nivel de crucero, el comandante además de darnos una calurosa y cantarina bienvenida  que no necesitó de traducción nos avisó que sería un día claro y sin nubes y que sobrevolaríamos  los  Andes pasando por encima del Aconcagua que podríamos ver  a nuestra  derecha.


            En efecto tras una tensa espera durante la cual tuve tiempo de bajar del equipaje de mano la cámara de fotos, fui fijándome  en la progresiva transformación del paisaje.  Los inmensos pastizales  se iban acercando al avión sin que  éste hubiera cambiado  de altitud. Lo que al principio sólo eran diminutas manchas oscuras  se movían y luego  se convirtieron en  ganado vacuno  que indiferente a nuestro escrutinio  se movía por campos sin límites visibles.  Al cabo de rato, el verde intenso de los campos se fue haciendo más ralo, y lo que inicialmente parecían rocas y  peñascos aislados se  convirtieron en montes y montañas que  se acercaban vertiginosamente.  De pronto la nieve cubrió  los picos y es como si  una fuerza telúrica los fuera acercando hacia nosotros como si quisieran traspasarnos. La diferencia de altura entre  nosotros y las montañas era tan pequeña que podía distinguir cada recoveco, cada picacho, cada  nevero  de esa inmensa muralla que nuestro avión,  como un saltador de pértiga,  sobrepasó casi rozándola.
            Apreté los puños de pura rabia porque esos dedos que se crispaban no podían extenderse para apretar y acariciar otros dedos, otra mano amiga.  Pensé en mi mujer, pensé en mis hijos y supe que jamás sería capaz  de trasmitirles  lo que acababa de vivir.  ¡Tanta belleza y tanta emoción perdida por no haber podido compartirla en el momento debido!
            He vivido otros muchos bellos momentos de fuerte  intensidad emotiva y con frecuencia lo he hecho en compañía. Cada nueva experiencia ha reforzado mi  absoluto convencimiento de que la belleza ha sido creada para ser compartida y que las emociones  fuertes se intensifican y se comprenden  mejor cuando alguien a tu lado las vive contigo..


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