Algunas veces recorremos medio mundo sin salir de casa. La imaginación es el corcel veloz que nos lleva a través de mares y montañas, nos zambulle en peripecias increíbles y hasta nos deja cara de pánico o de beatitud que sorprende a quienes nos rodean. Pero no me refiero a ese tipo de viajes cuando hablo de viajar en círculo. Estoy hablando de viajes en los que después de salir de un lugar, pasas horas viajando para llegar a menos de dos kilómetros del punto de partida. Eso es lo que ocurría antiguamente con en los necesarios viajes de trabajo a Gibraltar.
Por razones políticas la verja en su sentido más literal estaba cerrada. Entrar en Gibraltar por carretera desde la Línea era imposible, y sin embargo, en Gibraltar se seguían vendiendo todos los productos españoles disponibles en Algeciras: vinos, embutidos, quesos, pastas, chocolates y un largo etcétera.
Viajaba a Málaga en avión y luego en automóvil alquilado hasta Algeciras. Tras pasar la noche en el romántico y decimonónico Hotel Reina Cristina, por la mañana temprano iba al puerto y embarcaba en un hidrofoil hasta Tánger. No era necesario desembarcar pues a los pocos minutos el hidrofoil cruzaba de nuevo el Estrecho desviando ligeramente su curso para adentrarse en el puerto de Gibraltar.
No es fácil olvidar aquellos viajes porque lo que parecía una tonta y pesada traba en nuestro trabajo se convertía a veces en azarosa aventura. En una ocasión, navegando con mar picado, los motores de hidrofoil fallaron y lo que a plena marcha parecía un elegante caballito de mar irguiendo orgulloso su proa por encima de las olas, de convirtió de repente en un largo tubo oscuro, bamboleándose al capricho de temporal. Afortunadamente, tras varias horas de angustia, los motores volvieron a resoplar y trabajosamente alcanzamos la otra orilla.
También ocurría a veces que el Estrecho quedaba cerrado a causa del temporal, y que pese a estar a unos pasos de distancia de nuestro destino por carretera, teníamos que hacer noche en Gibraltar o en Tánger según los casos, y hacer la travesía en Ferries de mayor porte. Pese a que de estos viajes siempre veníamos bien aprovisionados en whisky y cigarrillos, pocas veces encontraba en nuestra Delegación de Algeciras voluntarios que quisieran acompañarme a visitar a nuestros clientes de Gibraltar. No sé si temían más los posibles avatares del hidrofoil o verse retenido una tarde noche en algún histórico pero inhóspito hotel de Tánger.
Para mí, viajar fue siempre una aventura y los sobresaltos, cambios de programa, incidentes, no me eran desconocidos. Aprovechaba las visitas para adentrarme en la vida de los “llanitos”, subir por algunas rutas autorizadas del Peñón, vara ver de cerca de los famosos monos de la Roca, y contemplar de lejos la horadada mole de piedra y escuchar de boca de mis clientes historias de las Segunda Guerra Mundial y de soldados Británicos emparedados en las cuevas del Peñón con provisiones y equipamiento para resistir durante meses el asedio y desde sus privilegiados puntos de observación comunicar con Londres los movimientos de barcos por el Estrecho.
He vuelto varias veces a Gibraltar en época reciente y tengo que confesar que llegar a la Línea en coche, aparcar, cruzar la frontera, y visitar a los clientes, había perdido su mayor encanto, que era algo así como vivir el sobresalto de las pateras y lo absurdo e inútil del trayecto y el seco sabor de la aventura.