22 de septiembre de 2011

Gustav Klimt : El beso

EL BESO (Der Kuss) 1907-1908

Gustav Klimt
Óleo sobre lienzo 180 x 180 cm
Osterreichische Galerie Belvedere . Viena

Llevo tiempo preguntándome qué es lo que me fascina y al mismo tiempo me intriga de este mundialmente famoso cuadro de Klimt.

Ciertamente se trata de una de las obras maestras de la pintura, una de las más reproducidas y valoradas por el público en general, estandarte del movimiento pictórico vienés de “La Secesión”.

He leído lo suficiente para saber que Klimt pintó este cuadro fuertemente impresionado por los iconos bizantinos descubiertos en su viaje a Ravena. El color oro predominante y la aspecto bidimensional de la obra así lo atestiguan.

Por otra parte se puede argumentar sobre el significado del cuadro y donde unos ven un autorretrato del propio pintor y su amante Emile Flöge, otros encuentran un significado mitológico que representaría el momento en que Apolo besa a la ninfa Dafne que se está convirtiendo en laurel. Por otra parte la lluvia de oro que parece inunda el cuadro refuerza esta idea.

El estilo guardaría entonces una relación con el simbolismo al tiempo que estaría anticipando el Art Nouveau, especialmente por la tonalidad y el diseño de los ropajes netamente diferenciados y que el crítico Schorske atribuye a una simbología netamente sexual tanto en el caso de los rectángulos del manto masculino como en las sinuosas curvas y espirales que decoran el de la mujer.

Porque en el fondo de eso se trata: un hombre de anchas espaldas abraza con fuerza y besa a una mujer. Ahora bien, la mujer está de rodillas en lo que parece el borde de un precipicio, cierra los ojos en escorzo hacia el espectador. Del hombre destacan, igualmente en escorzo, sus anchos hombros cuello y robusto. Ambos parecen estar en una posición forzada al tiempo que el hombre expresa una actitud de absoluto dominio.

Al fijarme en ese detalle es cuando he empezado a comprender lo que de verdad me intriga del cuadro : ¿Dónde están los personajes? Por un lado vemos un campo florido, pero por otra lado, adivinamos un profundo precipicio. ¿El amor es inevitablemente ciego? La mujer tiene los dedos de los pies en tensión como haciendo resistencia para no caer en el precipicio.

No se trata pues de un beso de entrega. Hay tensión, hay lucha. La mujer quisiera ella también estar de pie y con los ojos abiertos, pero estamos a principios de siglo y el movimiento feminista está en sus comienzos

A partir de ahora disfrutaré más intensamente de este cuadro evitando mirar esos dedos desnudos de unos pies que se hincan en la tierra para no caer.

19 de septiembre de 2011

La Delicadeza de David Foenkinos

LA DELICADEZA
Novela
David Foenkinos
Seix Barral 2011
Biblioteca Formentor
Título original: La Delicatesse 2011
Traducido del francés por Isabel González-Gallarza
218 páginas

Difícilmente se podía haber encontrado un título más apropiado para esta bella historia de amor de David Foenkminos que “La delicadeza”. En efecto, narra una historia sencilla y lo hace con un lenguaje tan sutil y ligero como pompas de jabón. Una historia en apariencia intranscendente pero que parece esbozar un pentagrama al que cada uno de los lectores tuviera que añadir su propia música. A cada vuelta de hoja nos espera agazapada una imagen, una situación que nos transporta a otras imágenes, otras vivencias personales hilvanadas en la memoria a la espera de encontrar un hilo que nos permitiera tejerlas en nuestro consciente.

Amar a alguien sin saber por qué. Preguntarse: ¿cómo me puede pasar esto a mi? Temblar porque es demasiado bello para que pueda durar. Quedar paralizado ante la posibilidad de decir o hacer algo que destruya ese bello castillo que surge ante nuestros ojos. Saber que no la merecemos y sin embargo derretirse por dentro al recordar su sonrisa, o aquella palaba que nos dijo…

Me ha llamado la atención sobre todo la ligereza del lenguaje, y como se trata de una obra traducida hay que agradecer que se haya mantenido la misma ligereza en la obra en español. Expresiones como “había atravesado la adolescencia sin tropiezos, respetando los pasos de zebra” no tienen nada de extraordinario pero expresan maravillosamente toda una vida adolescente siendo una “chica bien”. Encontramos también frases que rozan la perfección poética como: “Sólo las velas conocen el secreto de la agonía” y muchas otras pequeñas joyas que salpican el relato y que igual hablan de la distancia entre Paris y Lisieux que de la recetta de un risotto con alcachofas.

Una novela que habla de amor, o mejor dicho, de amores, porque como siempre acontece los hay idílicos que acaban prematuramente, apasionados que prosperan y amores imposibles que quizá sí o quizá no. En suma una novela entretenida, de fácil lectura, y que como una brisa con aroma a limón, nos deja un poco mareados para todo el día.

11 de septiembre de 2011

Un almohadón holandés

Llevaba un año viviendo en Bangkok y me defendía apenas con el idioma. Por otra parte en aquella época, pese a la guerra del Vietnam y pese a los numerosos soldados americanos que desde el frente llegaban en programas de “descanso” a Tailandia, el inglés, fuera de la capital era prácticamente desconocido y no digamos cualquier otro idioma europeo.


Tuve entonces que hacer un viaje al Norte del país para participar en un ciclo de conferencias que daba mi universidad en la ciudad de Chieng Mai, y como las carreteras dejaban mucho que desear particularmente de noche, al caer la tarde decidí quedarme en Nakhon Sawan. Elegí un hotel sencillo a orilla del río atraído sobre todo por el excelente olor a arroz frito que salía de la cocina.

- Sawat di Khrup ( Hola muy buenas) ¿Tienen una habitación libre?
- Née Noon ( Ciertamente, señor) ¿Cómo la quiere?
- Una habitación sencilla, si posible con baño, que no de a la carretera.
- Los baños y duchas están todos en el patio de la planta baja, pero tenemos una habitación que seguramente le va a gustar.
- ¡Bueno! … Si no hay más remedio… de acuerdo, me la quedo.
- ¿Después de la cena le mando subir un almohadón holandés?

Era la primera vez que se me ofrecía este complemento de cama en un hotel en Tailandia, pero sabía que los niños tailandeses, frecuentemente duermen abrazados a un almohadón largo, duro y redondo, por lo que tan insólito ofrecimiento no me pareció del totalmente extraño.

Mi intuición gastronómica no fue desacertada. La cena fue excelente. Arroz frito y un pescado sabrosísimo recién sacado del río, fruta y té y luego, para hacer tiempo, un whisky local “Mhe Khong” que como es tan áspero y fuerte hay que consumir a pequeños sorbos dejando tiempo entremedias para que se pase su efecto anestésico y se pueda volver a sentir el fuego bajando por el gaznate.

A las once subí a la habitación con el propósito de dormir de inmediato y así poder madrugar. A penas me había acostado cuando tres golpes suaves en la puerta me sobresaltaron.

- ¿Quién es? ¿Qué pasa?
- Señor, el almohadón holandés, respondió una voz femenina.

Recordé entonces el ofrecimiento que me hicieron en el momento de registrarme y cubriéndome con una toalla contesté: - “Ah! sí, pase, pase” al tiempo que me aceraba a abrir la puerta. Una muchacha joven, muy maquillada, vestida con un bonito sarong malva y una blusa a juego, entró en la habitación y me dedicó la más dulce de las sonrisas.

- ¿Y el almohadón?

No me contestó pero con una sonrisa maliciosa apuntó hacia sí misma y comenzó a desabotonarse la blusa. En el acto comprendí, que en este lugar, “almohadón holandés” era un eufemismo para decir otra cosa. Me ruboricé hasta la raíz del pelo, balbuceé, buscando palabras que no sonaran despectivas al tiempo que trataba de hacerle comprender que había un malentendido. Yo había tomado las palabras en un sentido demasiado literal. Entonces, se fue a un rincón, se sentó en el suelo con una pierna estirada y la otra debajo de la nalga y escondiendo la mirada se puso a juguetear con un mechón de su largo pelo negro. Estaba enfadada y confundida, y parecía estar preguntándose si yo era una persona decente, un tonto, o un marica al que no le gustaban las mujeres.

Por mi parte, también pensando rápido, me debatía entre la ocasión que pintan calva, y el miedo a las posibles consecuencias. A mi cabeza llegaba quizá la reflexión que mi amigo Feito me había hecho meses atrás: “Desengáñate Federico, no es la virtud lo que nos mantiene fieles, sino el puñetero miedo …”

Comprendí que no podía hacer salir de la habitación a la muchacha aunque hubiera perdido la oportunidad de dormir con un almohadón suplementario. Se lo hice comprender; le dije que mi novia me esperaba en Bangkok, y que no la iba a engañar porque estaba muy enamorado, pero que, por otra parte, entendía su problema y me brindaba a pagarle el servicio y que si le apetecía podíamos pasar el rato hablando de lo que ella quisiera siempre que me hablara despacio y con palabras sencillas. Levantó entonces la mirada, volvió a sonreír y se disolvió ese mohín de rabia que hasta entonces brillaba en sus ojos.

- ¿Qué haces en Tailandia? me preguntó
- Soy profesor en la universidad. Enseño inglés.
- ¡Cómo me gustaría saber inglés! Cuando gane dinero suficiente me iré a estudiar a Bangkok.
- ¿Por qué quieres estudiar? ¿No te gusta lo que estás haciendo?
Con un ligero gesto de la mano, como quién espanta una mota de polvo sin importancia, me dijo:
- Aunque no te lo creas, esto lo hago por necesidad. Quiero ganar dinero para poder pagarme la matrícula en la Escuela de Policía de Bangkok.
Seguimos hablando de sus sueños, de sus cantantes favoritos y ella me preguntó sobre mi novia; si era guapa, si era Tailandesa, si hacía mucho tiempo que nos conocíamos.

A la mañana siguiente salí del hotel sin hacer comentario alguno sobre los servicios extras que el hotel prestaba, pero conduje un buen rato rabioso, riéndome no sé si de lo absurdo de la historia o de la imbecilidad del protagonista. Creo que a los hombres no les gusta hablar de las ocasiones perdidas. Yo desde luego no mencioné a nadie el incidente y poco a poco fue desapareciendo bajo el polvo de nuevas historias de viaje.

Pocos años después, sin embargo, debido a una cancelación de vuelos tuve que hacer escala en Bangkok cuando me dirigía a Tokio. La ciudad estaba inmersa en pleno boom asiático y la silueta de la ciudad, había perdido parte de su encanto: gigantescos edificios de acero y cristal, hoteles y más hoteles, tiendas abarrotadas de mercancías falsificadas, bares, cabinas de masajes… Mirara donde mirase, la grácil silueta de los templos y las esbeltas y doradas “stupas” habían desaparecido. Decidí hacer noche en un hotel cercano al aeropuerto, pero aún así, en los cuatro o cinco últimos kilómetros antes de llegar, el tráfico se fue ralentizando y lo que habitualmente se cubre en pocos minutos, empezó a alargarse peligrosamente. Sin poder hacer nada, aún sentado en el taxi, presentí la catástrofe: sólo un milagro haría que llegara a tiempo para mi vuelo. Los trámites de equipaje y sellado de visados y pasaportes suelen ser desesperadamente lentos. “Cha, cha..” (Despacio, despacio ) parece ser la fórmula oriental de la felicidad.

Faltaba media hora para la salida del avión y las colas ante los pacíficos aduaneros me parecieron interminables, tanto que empecé a protestar en voz alta y a lamentarme porque un segundo retraso en la llegada a Tokio suponía el fracaso total de mi viaje.

De pronto, ante mis protestas y el jaleo que estaba preparando se acercó una mujer vestida con el uniforme de aduanas y me preguntó qué me ocurría. A voz en grito le expliqué que a causa de la lentitud en los controles iba a perder mi vuelo a Tokio. Me escuchó sin decir palabra, escrutó mi rostro y no tenía muy claro si iba a echarse a reír o a reprenderme por mis gritos.

- “Sígame” , me dijo entonces en perfecto inglés.

Desesperado, la seguí sin decir palabra y para mi sorpresa, se acercó a uno de los puestos de control, intercambió unas palabras con el oficial, selló mi pasaporte, pasó por el escáner el equipaje de mano y con la más dulce de las sonrisas me espetó:

- Todavía puede alcanzar su avión, pero “reu, reu" (deprisa, deprisa) y no se le ocurra pedir un almohadón holandés”

Me sentí confundido y la miré directamente a los ojos. Por un instante lamenté no perder el avión.

8 de septiembre de 2011

Había tenido una provechosa jornada de trabajo visitando a los clientes del norte del Líbano en compañía Anthony. Regresábamos a Beirut cuando me propuso hacer un alto en Biblos, la antigua ciudad fenicia, cuna de nuestro alfabeto y crisol de civilizaciones. Una impresionante fortaleza en ruinas de la época de las cruzadas, domina aún hoy el puerto del que imagino partían aquellas naves que comerciaron por todo el Mediterráneo. Iba a entrar en un bar a tomar un café cuando algo llamó mi atención. En la pared de una casa vecina un gran rótulo hecho con toscos brochazos de pintura azul decía: “Antiques”. Debajo, una mesa larga, y amontonados en ella los más diversos utensilios, prendas, y objetos inútiles en diversos estados de conservación. Iba a pasar de largo cuando la chiquilla de no más de 10 años que atendía la improvisada tienda de antigüedades me interpeló:

- Mister, mister, cosas antiguas, mucho valor.
Le sonreí tomando en la mano un reloj de pulsera al que le faltaban las agujas.
- Viejas sí, pero antiguas es otra cosa…

Los ojos de la niña negros como tizones y vivarachos como lagartijas no me perdían de vista. Trataba de interpretar lo que me pudiera interesar en aquel montón de chatarra. De pronto, de entre un amasijo de llaves y otros objetos de bronce, sacó una pequeña lámpara de arcilla, copia seguramente de las antiguas lámparas romanas tan comunes en la antigüedad. A todas luces me pareció un objeto incongruente, fabricado en serie en cualquier alfarería del lugar como “souvenir” para los turistas. No tenía ninguna intención de cargarme con más recuerdos por lo que con la mejor sonrisa iba a decirle adiós y seguir mi camino. De pronto, en un ramalazo de simpatía, fascinado quizá por su mirada intensa le pregunté:

- Cuánto pides?
- Diez dólares Mister. Muy buena .
Diez dólares tirados, pensé, pero me pareció un gesto barato al contemplar la alegría de la chiquilla mientras envolvía la lamparita en un trozo de papel de periódico. Quizá había sido su única venta del día y gracias a ella la niña se había librado de una regañina.

De regreso a mi casa, dejé la lamparilla en un cajón no sin antes enseñarla a mi familia y comentar la anécdota de cómo una niña había intentado vendérmela como una gran “antigüedad”.

Pasó el tiempo, y un buen día, el profesor de mi hija, entonces en 6º de EGB, les anunció que al día siguiente irían al Museo de Burgos. Les explicó someramente las importantes excavaciones arqueológicas que se estaban llevando a cabo en la provincia y les explicó la manera que tenían los investigadores para determinar la antigüedad de un hallazgo mediante la prueba del carbono 14.

Como ejercicio práctico invitó a los alumnos a que preguntaran en casa si tenían algún objeto muy antiguo que quisieran someter a la prueba del carbono 14 porque en el museo le habían prometido que harían uno o dos ejercicios prácticos. Por la tarde, mi hija lo habló con su madre, yo estaba nuevamente de viaje, y entones se acordaron de la famosa lámpara de aceite… Debido a su pequeño tamaño, dio la casualidad que la eligieran para hacer la prueba. Pero lo verdaderamente asombroso fue el resultado: No había duda, la lámpara podía fecharse aproximadamente entre el año 50 y el año 100 de nuestra era.

Cuando volví a casa no me dejaron ni quitarme el abrigo:
- Papá, papá no te lo vas a creer. A qué no sabes cuántos años tiene la lámpara que trajiste del Líbano.
- ¡Hombre, saber, saber… no lo sé, quizá entre cinco meses y un año
- Que no papá, que es una lámpara de verdad, que tiene más de 1900 años!
- ¿Me estáis tomando el pelo?

Entonces me explicaron lo que había ocurrido y como en el Museo de Burgos se había determinado su antigüedad sin lugar a ninguna duda.

Desde entonces guardo la lámpara como un talismán. ¿Por cuántas manos ha pasado antes de llegar a nosotros? ¿Cómo ha logrado mantenerse entera siendo algo tan frágil, barro apenas sin cocer ni ornamentar? ¿Quién fue su último dueño antes de quedar enterrada bajo escombros durante siglos? Mi imaginación se desboca pensando en las historias que ha vivido. Algún día, estoy seguro, acabará desvelándome alguno de los secretos que encierra entre su chamuscada arcilla.

6 de septiembre de 2011

Playa de los locos


El sol, como una bola de fuego se va apagando mientras se hunde lentamente en un mar tranquilo con olas de plata. Los surfistas, pacientes, agazapados sobre sus tablas, aguardan la ola, esa ola que esperan vencer y cabalgar haciendo piruetas hasta la orilla. El atardecer es denso, silencioso excepto por el continuo y sosegado murmullo de la marea que está llegando a su pleamar. El acantilado ha perdido su verdor, oscuro y amenazante parece aumentar la lejanía de la estrecha franja de playa que aún no ha sido conquistada por las olas. Los escasos transeúntes se han parado, miran fijamente hacia el horizonte, sacan sus cámaras y guardan silencio; un silencio que parece una invocación suplicante al astro que ahora se esconde. Pequeñas gaviotas, pasan rozando las aguas que por momentos se tiñen de bronce y oro. Ellas tampoco hacen ruido pero no parecen estar buscando comida. Se diría que juegan a mojar sus patitas para ver si, como el mar, se pintan de oro.

Contemplo este paisaje y un torbellino de emociones, de nostalgias, de otros atardeceres se agolpan en mi mente. No trato de evitarlo, pero como las olas que resbalan sobre la roca, dejo que se vayan amansando, ordenando, callando. No desaparecen del todo pero ya no duelen, sólo queda una leve quemazón, que se vuele familiar. Envidio la constancia de los surfistas, su inmensa paciencia, es esfuerzo para mantenerse a flote y al acecho por si llega la ola, por si esta vez logran subirse a ella y gozar del placer de un instante glorioso que, para ellos, como para las gaviotas se ha vuelte de oro.

5 de septiembre de 2011

Desencuentros

"Todos creemos conocer a los que amamos. Pero lo que amamos resulta ser una mala traducción, una traducción hecha por nosotros mismos de un idioma que apenas dominamos"

Andrew Sean Greer
Historia de un matrimonio (2009)

4 de septiembre de 2011

"Donde nadie te encuentre" de Alicia Giménez Bartlett

DONDE NADIE TE ENCUENTRE

Novela
Alicia Giménez Bartlett
Ediciones Destino 2011
Áncora y Delfín 1200
Premio Nadal 2011
508 páginas

Para alguien con tanta imaginación como Alicia Giménez Bartlett que durante años ha venido deleitándonos con la serie de novela negra protagonizada por la inspectora Petra Delicado, debe haber sido un auténtico “tour de force” novelar hechos reales, profusamente documentados, y mantener al mismo tiempo el interés del lector pese a someterlo a una despiadada reflexión sobre el período de la posguerra en la España analfabeta y rural en esta ocasión centrada en el Maestrazgo castellonense.

La novela gira en torno a un personaje real que durante treinta años tuvo que vivir como mujer porque sus padres la inscribieron en el registro como Teresa Pla Meseguer. Nacida con una malformación genética (falso hermafrodismo) pero con tendencias claramente de hombre, sufrió las burlas y el desprecio de sus vecinos que sin embargo no dejaban de admirar su fuerza, su valentía pero vivió aislada ejerciendo de pastora y defendiéndose de la mofas de cuantos la rodeaban. Testigo de las brutalidades y represión que ejercía la guardia civil por aquellos lugares se une al maquis como enlace, se viste con ropas de hombre, cambia su nombre, pasa a llamarse Florencio y desde entonces siente que los compañeros la tratan como a uno más de la cuadrilla.

Alicia Giménez se basa en un detallado trabajo de investigación periodística de más de 1000 páginas llevado a cabo por José Calvo y publicado bajo el título de “La Pastora. Del monte al mito”. Pero la autora es novelista y sin falsear los datos crea una trama paralela en la que durante los tres últimos meses de 1956 un psiquiatra francés y un periodista español emprenden juntos la ardua tarea de tratar de entrevistarse con “La Pastora”, misión casi imposible porque último superviviente del maquis vive escondido en las montañas en permanente huida de la Guardia civil. Estos dos investigadores no pueden ser más contradictorios: noble e idealista el francés, cínico y desencantado el español. Sus indagaciones por aquella España rural llena de resentimiento, de traiciones, de chantajes y de hermetismo sólo se atemperan con la descripción de unos paisajes áridos y escarpados pero llenos de majestuosa belleza. En alternancia y con tipografía diferente van apareciendo retazos de la vida de nuestro personaje narrados por el/ella mismo/a, hecho que Giménez Bartlett subraya magníficamente por el sabio uso que hace del lenguaje hablado propio de una persona con poca instrucción.

Pese a haberse salido totalmente de la rutina de las novelas a las que nos tiene acostumbrados la autora sigue haciéndonos algunos guiños para recordarnos su famosa serie. En efecto, nada tan parecido en las divergencias y discusiones de nuestros dos investigadores como las que tienen Petra Delicado y el subinspector Fermín Garzón, y claro está, como en toda novela negra que se precie, la novelista nos depara la sorpresa de un final inesperado.

En resumen, una novela seria, de fácil lectura, que nos engancha y que nos deja un regusto amargo porque nos obliga a volver la vista atrás y pensar en los desmanes de un pasado aún reciente que es el tejido de nuestra historia.

3 de septiembre de 2011

"Siempre duele hablar de la felicidad del pasado"



 El otro día oía una frase que aunque me sonó bonita me dejó pensativo: “Siempre duele hablar de la felicidad del pasado”. Sólo estaría de acuerdo con esta afirmación si lleno de nostalgia me negara a seguir avanzando. El pasado puede haber sido hermoso, los recuerdos imborrables, su evocación placentera, pero es pasado, y por consiguiente ya no es vida. La vida es devenir, la vida es lo que me espera, la vida es lo que sigo construyendo, lo que falta por construir. No hay motivos para que sea menos placentera que la que ya fue. Será diferente, serán otras las personas que nos acompañen, otros los paisajes, otros los caminos, pero seguimos siendo nosotros los que vivimos, los que amamos los que espigamos la belleza a lo largo del recorrido, los que seguimos aprendiendo de los errores de entonces.

Por largo que sea el sendero andado, ya no es . La inmensidad del instante se abre ante mí, ofrecido, generoso, para que lo viva en plenitud, lleno de esperanza por éste y por los instantes que vengan, sin arrepentimientos, sin nostalgias, sin echar nada en falta. Todo lo que somos se lo debemos a nuestro pasado, por consiguiente sigue ahí con nosotros. La felicidad consiste precisamente en disfrutarlo construyendo con él nuestro propio futuro.

1 de septiembre de 2011

Velada Poética: Luis Alberto de Cuenca

 Con un recogimiento propio de una capilla, nos hemos reunido un centenar de personas en la Universidad Internacional Menédez Pelayo en la última velada poética del verano en torno a Luis Alberto de Cuenca. El poeta ha espigado entre en sus libros y antologías para leernos una treintena de sus poemas preferidos.

Había tenido ocasión de leer muchos de ellos, pero escuchados así, en directo, modulados, casi interpretados por el autor, me sonaron diferentes. Era como si me hablara, como si pusiera en mis labios esas palabras que alguna vez quise tener, que alguna vez quise decir a alguien muy especial.

Algunos de los poemas leídos como Julia , Volveremos a vernos, Cuando vivías en la Castellana, La noche blanca, me emocionaron particularmente. A modo de homenaje transcribo aquí uno de los poemas leídos esta noche.

Bébetela

Dile cosas bonitas a tu novia:
“Tienes un cuerpo de reloj de arena
y un alma de película de Hawks.”
Díselo muy bajito, con tus labios
pegados a su oreja, sin que nadie
pueda escuchar lo que le estás diciendo
(a saber, que sus piernas son cohetes
dirigidos al centro de la tierra,
o que sus senos son la madriguera
de un cangrejo de mar, o que su espalda
es plata viva). Y cuando se lo crea
y comience a licuarse en tus brazos
no dudes ni un segundo:
bébetela.

El bosque y otros poemas (1997)