1 de marzo de 2012

GR 99 Trespaderne - Quintana Martín Galíndez

Domingo nublado a ratos, claro por momentos pero siempre frío y con viento como corresponde a esta parte alta de la provincia de Burgos. Comenzamos nuestra ruta a pie de un puente románico, el de Trespaderne, y entre veredas, fresnos, chopos y matorrales seguimos el curso del río Ebro, guiándonos por el omnipresente murmullo del agua lamiendo las piedras y por el chasquido de las ramillas secas que crujen al paso de los que nos preceden. De vez en cuando, en el rumoroso silencio, estallan unas risas como burbujas de champán. No hay duda, se trata de Víctor que ha contado otro de sus chistes. A ello se une la alegría de pasar un día en plena naturaleza, disfrutando de los árboles, el agua, de la brisa y dando por bien empleado el cansancio de la marcha y el frío que corta como cuchillo cuando sopla el viento.


Empezamos a sentir menos frío cuando al cabo de cinco kilómetros avistamos Cillaperlata que abordamos cruzando por encima de las compuertas de una pequeña estación hidroeléctrica. Suenas las campanas de las doce y en ese momento el sol dora la torre de la iglesia y las casas de piedra de la calle Mayor. Pero no hay un alma por la calle. Nunca me acostumbro al silencio de los pueblos los domingos por la mañana. Unos kilómetros más adelante llegamos a Quintanaseca. Estamos ya en el municipio de Frías, que empieza a perfilarse en el horizonte arracimado en lo alto de una peña como barco escorado cuya proa fuera la iglesia y la popa el desafiante torreón de su castillo.

Aprovechamos para hacer un alto y comer el bocadillo. Buscamos refugio bajo los soportales del ayuntamiento o al abrigaño de cualquier muro pero no hace un día para largas tertulias, pronto buscamos el calor de los bares del pueblo, tomamos un café y emprendemos la marcha. Volvemos a nuestro río por uno de los puentes más bonitos de España. El puente románico de Frías, con su torreón en medio del puente, vestigio de una época en que las arcas de la ciudad se veían enriquecidas con el “puentazgo” que debía pagar todo viajero que quisiera cruzar el río a pie enjuto. Merece la pena contemplarlo a esta hora de la tarde. El sol acaricia el ocre amarillento de sus pilares sigue el contorno de sus arcos ojivales y extiende su mirada sobre el valle de Tobalina cuyos campos empiezan a verdear tímidamente tan lejos aún de la primavera.

El camino a orillas del Ebro hasta Montejo de San Miguel es una auténtica delicia. Además de estar perfectamente señalizado es una completa lección de flora fluvial. Paneles indicativos y rótulos plateados señalan e identifican las principales especies y el río, permanente compañero, parece acompasar el paso con nuestro incipiente cansancio. Pero ya le hemos ganado la partida a esta etapa. El camino se aparta del río y se ensancha. Nos agrupamos y engañamos las piernas con animada conversación. Casi de improviso llegamos a las primeras casas de Quintana Martín Galíndez, y sin ponernos de acuerdo invadimos el único bar del pueblo que a esta hora está abierto. Son las cinco y media de la tarde y hemos cubierto la novena etapa de la ruta del Ebro

2 comentarios:

Prometeo dijo...

Todo una zona para descubrir...un fuerte abarzo.

José Núñez de Cela dijo...

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Saludos