Con un enorme esfuerzo abro los ojos cuanto puedo. De inmediato la conversación entre los dos desconocidos cesa. Me están mirando.
- “Nai Samianto ..Nai Samianto…”
Me llaman. ¿Por qué los tailandeses nunca pronuncian bien mi apellido? ¿Por qué no me llaman Fred, como todos los del pueblo? ¿Dónde está Phrapaiphak? Me duele la cabeza, mi lengua, mis labios se niegan a articular mis preguntas. Mis ojos deben expresar angustia, porque una mano fina, de dedos largos y frescos, me acaricia la frente. Ahora sí, ahora distingo las palabras. Las cantarinas frases tailandesas quieren tranquilizarme…
- Clap ma leo “Ya ha vuelto…”
Estoy en un hospital. Por el acento, diría que el médico es francés aunque chapurrea alguna frase en tailandés. Es mayor, huele a tabaco de pipa y a whisky escocés. Cada día que pasa le noto menos ceñudo y a las enfermeras más sonrientes. La enfermera que me toma la temperatura me sonríe con timidez. Las auxiliares parece que la toman el pelo. Al final, una de ellas me cuenta que me han operado in extremis una peritonitis aguda, que he estado delirando varios días, que todo mi afán era abrazar a la joven enfermera Surini, y que al día siguiente de la operación llegó al hospital un nak buat, un sacerdote joven, interesándose por mi, y que según decían debía estar en su pueblo en plena jungla cuando sobrevino el desastre.
La nube algodonosa se deshace. Empiezo a recordar. Era la época de Thet , el año nuevo chino, y aunque estaba mal visto por las autoridades tailandesas, en el colegio, de mayoría china, nos habían dado vacaciones. Phrapaiphak y yo estábamos aprendiendo a vivir ausentes. Era muy duro en la ciudad, en nuestro soy, la calle donde vivíamos, todo me la recordaba. El Père Guillaume, de los Padres Blancos, me había invitado a pasar el Thêt con él en una aldea de palafitos en uno de los afluentes del Mekong. Además de la iglesia y el dispensario, dirigía un pequeño colegio al que acudían los niños del río después de sus clases en una escuela nacional en la que casi siempre faltaba el maestro. Mi amigo Guillaume quería mejorar el acento de la joven Wong Duang que enseñaba inglés y de paso, esperaba, que este cambio me ayudaría a olvidar.
La única forma de llegar al poblado era a través del río. Largas piraguas con un pequeño motor fuera borda del que sobresalía un largo vástago rematado en hélice, hacía las veces de propulsor y de timón. El embarcadero, mercado, y punto de encuentro con los habitantes de la carretera estaba aproximadamente a dos horas río arriba y algo menos cuando se hacía el camino inverso. En esas dos horas había retrocedido varios lustros en la civilización. Casuchas de madera de una sola pieza clavadas sobre largos postes a orillas del canal, pasarelas de bambú entre las casas, una o varias piraguas con y sin motor amarradas a los pilares de las casas, fango en las orillas y debajo de las casas, y picoteado o revolcándose en él, algún cerdo negro, unas gallinas y algún gallo desplumado que había sobrevivido mil peleas. En el agua niños bañándose, buceando, jugando o quietos como budas sentados en la veranda, esperando el menor movimiento de la caña que sostienen entre las piernas. En la parte alta de la aldea, formando un cuadrilátero, la escuela, la wat con sus stupas y los pabellones de los monjes, la casa comunal, y en una esquina, un poco retirada, la iglesia, el dispensario y el colegio católico. Mi amigo me espera en la pequeña plataforma que sirve de embarcadero a las lanchas que suben y bajan por el río cargadas de mercancías o de viajeros. Me enseña su casa: una amplia sala con una mesa y seis sillas en una esquina, armarios con medicamentos, estanterías de libros, cajas de herramientas, y en un baúl, enrolladas las esteras que nos servirán de cama por la noche. Un pequeño generador enciende la única bombilla de la estancia que según me comenta está abierta a todos, cristianos o budistas durante todas las horas del día.
Una familia amiga nos trae la comida apilada en fiambreras superpuestas: arroz cocido que sirve siempre de acompañamiento, verduras salteadas y muy variadas, y algún plato de pescado, pato o pollo; fruta en abundancia, y, como pequeña condescendencia a nuestros gustos occidentales, café cortado con un poquito de leche condensada. Por la noche, tumbados en nuestras esteras, contemplamos el reflejo plateado de la luna sobre las tranquilas aguas del río y charlamos de todo lo humano y lo divino. Le pregunto a bocajarro cómo aguanta la soledad, cuál es su tentación más fuerte. Me confiesa que la soledad hace estragos entre sus colegas. De la soledad al alcoholismo sólo hay un paso.
Los días son apacibles. Doy mis clases de inglés y la profesora, Wong Duang, rápidamente se adjudica el derecho de tutela. Me presenta a sus padres, me invitan a cenar en su casa, y me debato entre la obligada cortesía oriental y el miedo a hacer creer a la muchacha en algo que en estos momentos no me pasa por la imaginación. Me baño en el río con ella y con sus hermanas, me dejo enseñar palabras y costumbres que ya conozco, buscamos flores de loto y en general disfrutamos como chiquillos. Las vacaciones están a punto de terminar y Guillaume ha invitado a cenar al sacerdote de una aldea vecina que acaba de regresar de Francia y aporta al banquete una buena botella de vino francés y un grueso trozo de queso. Comemos, reímos, bebemos y sobre todo mezclamos en nuestras conversaciónes anhelos y sueños de futuro con nostalgias de nuestro común pasado en Francia.
Al poco de acostarnos empiezo a sentir fuertes dolores de vientre que achaco de forma automática al queso. Llevo casi seis años sin probarlo, qué duda cabe, mi estómago ya no está habituado. Me levanto y voy al botiquín en busca de sales de frutas. Los dolores aumentan y me veo obligado a despertar a los amigos. Probamos varios remedios pero los dolores no remiten. Preocupado, Guillaume me ofrece su última alternativa: el botiquín de remedios chinos. El jarabe que tomo cae en mi estómago como vinagre en una llaga, pero los retortijones siguen aumentando. Pese a la vergüenza no puedo evitar gemir y quejarme. Tan pronto amanece mis amigos toman la única decisión posible: hay que trasladarme de urgencia a un hospital en la capital. El viaje río abajo hasta el embarcadero a pie de la primera carretera se hace eterno. La piragua no tiene toldo, y el sol atraviesa la ropa y abrasa mi vientre. A la inevitable tortura del sol se añade ahora el traqueteo por carreteras imposibles del taxi desvencijado que me lleva a la ciudad. Eran las diez de la mañana cuando salimos de la aldea de Lampang, sólo llego a la clínica Saint Louis en Bangkok a las cinco de la tarde. Me preparan de urgencia y entro en quirófano de inmediato. La apéndice ha reventado y el riesgo de infección en estos climas calurosos y de medios precarios es casi inevitable. Se declara una peritonitis, la fiebre se dispara, deliro, paso por largos ratos de inconsciencia, y nadie, nadie está a mi lado en esos momentos. Confundo a la enfermera con mi novia, quiero abrazarla, pedirle perdón y Surini, silenciosa y sonriente me acaricia y me susurra palabras dulces. Sabe lo solo que estoy y la imposibilidad de alertar a parientes o amigos. Cuando finalmente vuelvo de dondequiera que estuviese, el viejo doctor viene a felicitarme y a felicitarse. Estoy fuera de peligro aunque la recuperación será lenta y debo permanecer en la clínica en observación. So pretexto de cuidarme Wong Duang viene a Bangkok a casa de un familiar. No es fácil explicarle - sin herirla - que la decisión está tomada. Al finalizar el curso volveré a Europa. Mi aventura en Tailandia ha terminado. Más profunda y más dolorosa que la cualquier cicatriz quirúrgica, siento la herida de un amor destrozado por una guerra que no nos concernía pero asfixió nuestros anhelos de una vida sencilla y tailandesa.