Hay que haber recorrido Suiza en tren, sobrevolado sus campos y sus montañas, visitados sus pueblos y sus ciudades, para poder declarar, luego, que Suiza es un país aburrido.
Es tan limpio, tan puntual, tan predecible, tan austero dentro de su burguesa complacencia que acaba siendo aburrido… y Sin embargo, creo que somos muchísimos los que envidiamos esa pulcritud, esa eficiencia, esa satisfecha rutina y suspiramos: ¡quién pudiera vivir en Suiza en plan de descanso como ellos eligen Marbella o cualquier otro punto de nuestra costa Mediterránea!
Empecé a viajar a Suiza hace muchos años. Casi siempre fueron viajes breves, de uno o dos días, pero con destinos tan diferenciados como Ginebra, Zurich, Berna, Basilea o Lugano. El motivo fue siempre el trabajo, pero de todas esas ciudades guardo un recuerdo imborrable. Por otra parte, el aeropuerto de Ginebra y sobre todo el de Zurich, se convirtió durante un tiempo en la placa giratoria que re-orientaba mis vuelos hacia extraños lugares como Estambul, Bucarest, Sofía, Zagreb, Split, Linz o Beirut.
Cierro los ojos y evoco, con torpes pinceladas, recuerdos de algunas de esas ciudades Suizas que con el paso de los años han ido tomando en mi memoria una cierta patina de nostalgia.
Ginebra: La más visitada, aunque en muchos de esos viajes no llegara a salir del Aeropuerto ya que Alguna gran empresa de distribución, para facilitarnos las cosas había instalado una oficina internacional de recaudación en el propio aeropuerto. Allí viajaba para negociar cada año el acuerdo internacional, que teóricamente facilitaba posteriormente los acuerdos comerciales con cada uno de los países en los que estábamos presentes. Afortunadamente he tenido ocasión, también, de almorzar a orillas del lago y de fotografiar su potente chorro de agua que como un geiser asciende y lucha contra su propio peso y contra la ley de la gravedad.
Desde Ginebra, bordeando el lago hasta Lausana, he visto los Alpes nevados reflejados en sus tranquilas aguas, y también he utilizado esta ciudad como punto de partida hacia Chamonix y los Alpes Franceses en cuyas estribaciones, durante algún tiempo tuvimos una fábrica.
De Zurich recuerdo sobre todo la laboriosidad. El centro de la ciudad es un lugar de culto al trabajo, las comidas son rápidas, sin fiorituras, un sándwich y un café para mantenerse en forma y luego a la hora precisa, la estampida hacia los barrios residenciales o los pueblecitos que rodean el gran núcleo urbano. Si eres extranjero, y llegas a Zurich en plan de trabajo, es mejor traer consigo una buena novela que logre hacerte olvidar las largas horas de aburrimiento hasta reanudar el trabajo del día siguiente.
Lugano es sobre todo paisaje. Impresiona volar entre picos y sortear las cimas como quien sortea los obstáculos en una pista de karting. Una vez en tierra, te sientes empequeñecido por las cumbres, aliviado por el catarín italiano del Tiszino, y algo envidioso de las magníficas mansiones y chalets de montaña que como nidos de águila se incrustan y amoldan al paisaje de la montaña.
Pero puesto a elegir, probablemente me quedo con Basilea. Es la más internacional de las ciudades suizas ya que comparte el aeropuerto con Francia y con Alemania hasta el punto que si te equivocas de puerta puedes acabar saliendo a cualquiera de esos países. El Rhin, majestuoso, la divide en dos, pero hay tanto verde, las casas, las fábricas, los bloques de oficinas se combinan tan bien con el paisaje que nunca tienes sensación de agobio o de ciudad. Pasear por Basilea, contemplar la impresionante fachada del Ayuntamiento, entrar en una tienda de antigüedades, o pararse a comprar una flores o un par de manzanas en el puesto de la esquina, se parecen tanto a los gestos de todos los días que uno acaba teniendo la sensación de haber llegado a casa