Había preparado meticulosamente este viaje para que fuera un viaje corto, económico, y cultural y sin embargo me permitiera una inmersión total en la Toscana de onduladas colinas y reconocidos tesoros renacentistas.
Las cenizas desprendidas por un lejano volcán en Islandia estuvieron a punto de dar al traste con mis planes. Las cancelaciones de vuelos, el alargamiento de la estancia, los
repetidos viajes al aeropuerto de Pisa y la búsqueda de retornos alternativos no enturbiaron, sino que sirvieron de acicate para vivir unos días de profunda comunión con la belleza de unos paisajes únicos y con la riqueza de tesoros artísticos y arquitectónicos que a fuerza de haberse visto en reproducciones y en la ficción, parecían haberse desdibujado o banalizado en mi memoria.
No pretendo hacer un repertorio de ciudades, monumentos, cuadros, o lugares comunes de la campiña italiana. Sería aburridísimo. A la manera de los artistas bizantinos iré yuxtaponiendo diminutas y dispares teselas de color con la esperanza de que al colocar la última pieza aparezca un mosaico único, una impresión envolvente que me permita olvidar la cronología, el detalle, las circunstancias, para quedar al menos marcado en la frente por el dedo de la belleza.
En Pisa, una Campanario que se cae, una Basílica y un Baptisterio concitan todas las miradas. En su explanada se concentran miles de turistas. Yo me he parado en un puente sobre el Arno y he acariciado con la mirada, el arco de las casas que se reflejan en sus aguas; me he paseado por un mercado al aire libre y he olido especias, he tocado verduras desconocidas, he contemplado un tapiz de colores y he visto a la sonriente verdulera extrañada de un turista que no compraba pero parecía querer llevarse con la mirada y gratuitamente todo su tendal. Los Oratorios del Mesías de Heandel cantados por un coro universitario, o la suave música de un espeso bosque de bambús en el Jardín
Botánico podrían ser dos insignificantes pero decisivas pinceladas en la memoria compartida de mi estancia en esa ciudad.
Florencia puede convertirse en una trampa mortal para cualquier turista. Yo no quise distraerme más allá de lo inevitable. Ni siquiera cerrando los ojos podría sustraerme a tanto monumento, al Duomo de Brunelleschi, visible desde cualquier punto de la ciudad, iglesias, puentes, monumentos, plazas y museos que se suceden a la vuelta de cada esquina. Visité el Museo de los Uffici con el único fin de contemplar detenidamente dos obras de Botticelli, una Madona de Filippo Lippi, y la Venus de Tiziano. Salí del museo sin querer ver ningún otro cuadro, pero ante los cuatro elegidos me dejé inundar por
mil sensaciones de color, de historia, de recuerdos, de lecturas, de vínculos, connotaciones y transferencias. En arte, todo está entrelazado: la naturaleza, el ambiente, la época conforman un estilo, dan lugar a unas obras que fuera de su contexto parecen tan extrañas como una estatua etrusca.
Me impresionaron las proporciones y la belleza del David de Miguel Ángel, pero no más que el placer que sentí tomando café en Galli, o comiendo pasta en una trattoria a pie de la catedral. Admiré la puerta Oeste del Baptisterio y la algarabía del Ponte Vecchio con sus tiendas de oro, sus pintores y sus vendedores ambulantes pero disfruté por encima de todo subiendo a la colina de San Miniato, y desde allí, me dejé mecer en los colores del paisaj
e al atardecer, en la vista de la ciudad surcada por el un Arno plateado cuyos márgenes parecen cosidos por sus numerosos y esbeltos puentes.
Lucca es una ciudad amurallada que encierra mil rincones y lugares donde perderse. La fachada de la catedral es una joya y la representación en su fachada de los meses del año por las tareas agrícolas correspondientes me recordó nuestro románico y por consiguiente más antiguo calendario en la Cripta del Panteón de Reyes de San Isidoro. Sin embargo, esta ciudad se asociará en mi mente con un pasajero mal humor de incomunicación y con una luminosa y asimétrica plaza, “Anfiteatro” construida sobre las ruinas del antiguo teatro Romano cuyos cimientos y parte de los muros han servido de base a las casas que la rodean.
De San Gimignano atesoro un vaso de vino Vermentino compartido a la sombra de una parra, en la enoteca situada en la parte alta del pueblo mientras contemplo en primer plano las numerosas y desproporcionadas torres que dan carácter al lugar y sobre todo, la cromática gama de verdes del paisaje: verdes oscuros, casi negros de los cipreses que crecen por doquier, verdes frutales
, verdes hierba y verdes casi amarillos de los campos de colza que se extienden en suaves ondulaciones hasta perderse en la neblina del “mezzogiorno” puenteados aquí y allá, por alguna granja con su tejado rojo, sus miradores y balconadas y sus inconfundibles ocres.
Muchos otros pequeños momentos, lugares, recuerdos, podrían constituir por si mismos auténticos cuadros de luz: la solitaria torre de San Miniato y sus rincones románticos; Valterra con sus alabastros y sus ruinas romanas y etruscas; Bolgheri y una comida donde un histriónico cocinero supo crear un ambiente distendido en el que degustar la auténtica pasta italiana y disfrutar viendo comer una caracolada; o finalmente Bibbona y una plazoleta encantadora donde un par de señoras se cont
aban de balcón a balcón las últimas novedades de una ininterrumpida historia.
Lugares, momentos, personas, paisajes, colores, belleza, avatares, soluciones, y el encanto de la improvisación. El mosaico está completo, las teselas, algunas de ellas al menos, en su sitio. Un ferry enorme, sale a medianoche de Livorno, y me aleja de estos días inolvidables cuyo recuerdo he intentado apresar.