27 de mayo de 2013

Escuela de bambú: Las comidas


El arroz es la base principal de la comida tailandesa, tanto, que comer se dice  “kin khao” (comer arroz)  y la comida en general está tan en el centro de la vida de cualquier tailandés que en lugar del tradicional “Sawatdi khrup” un saludo cariñoso puede ser “Kin khao Leo?” (¿Has comido arroz?)

En Internet existen magníficas páginas sobre comida tailandesa, una de las más apreciadas internacionalmente por la armoniosa combinación de los sabores amargo, dulce, agrio, salado y picante. Por otra parte existe una gran variedad en los hábitos culinarios de cada región por lo que en estas notas  me referiré a aspectos generales y a la alimentación  en esta zona montañosa del noroeste de Tailandia poblada por tailandeses,  apátridas o refugiados de origen Karien o Mon  que viven en cabañas  de bambú y paja a pie de las plantaciones de caucho  y por  la población flotante de  la misma etnia que procedente de Myanmar   pasan todos los días la frontera de Birmania para venir a trabajar  en las fábricas de calzado y ropa por menos de 150 euros al mes.

Lo primero que llama la atención de esta gente es que comen a todas horas y en cualquier lugar.  No hace falta ir lejos para encontrar  donde picar o comer algo a cualquier hora.  Una motocicleta puede ser una improvisada tienda de chucherías,  la misma motocicleta con sidecar puede ser una cocida ambulante que te prepara en un santiamén un plato de arroz con caldo de pollo y verduras.  Te puedes preguntar dónde y como limpian los utensilios o sencillamente apretar los dientes y confiar en tus propias autodefensas.

Una destartalada cabaña a pie de carretera puede ser una  restaurante donde se cocinan varios platos, siempre a la vista  y puedes optar entre un arroz frito con pollo  y huevo  “Khao pat kai khai”  o una sopa de tallarines de arroz  “khuei  tio”  o algunos platillos sencillos en los que sobre un lecho de arroz  se añaden trozos de carne desmenuzada,  verduras,  principalmente  pequeñas berenjenas verdes,  chalotes  o judías verdes  que aquí se les denomina de una yarda  por su exagerada longitud  (generalmente por encima de los 70 centímetros)  y que se integran casi crudas en el plato.

No se han olvidado de ponernos cuchillos.  Sencillamente el cuchillo no se utiliza en  la mesa. Todo viene suficientemente cocido o desmenuzado como para que no necesite cortarse. Pero, contrariamente a lo que se pueda pensar tampoco se come con palillos.  la comida se lleva a la boca con la cuchara y se ayuda uno con el tenedor.

Lo que no faltará nunca sobre la mesa es un surtido completo de especias y salsas, desde el inofensivo “nam pla”  una salsa de pescado que se utiliza para aromatizar y salar los platos pasando por el “nam prik” que consiste en vinagre de arroz en el que se han troceado chiles de  diferente picor,  “siracha sauce”  otra salsa de chiles muy picante, chiles molidos etc.   En general  estamos ante una comida muy especiada y muy picante que al tiempo que excita las papilas gustativas nos  hace sudar  y la evaporación del sudor nos refresca.  De manea mucho más expeditiva, cuando nos hemos pasado con el picante también podemos apagar el picor masticando bastoncitos de pepino crudo que estratégicamente  suelen encontrarse sobre la mesa.

En restaurantes  algo más sofisticados de las pequeñas poblaciones evidentemente  las opciones son mayores  y si  en términos generales  hay que desconfiar de  las sopas que suelen ser siempre muy especiadas siempre podemos refugiarnos en la  “ Tom yam kung” una excelente sopa  con gambas, leche de coco y hoja limón o citronela que le da su sabor característico.

Estamos en una zona del país de grandes masas arbóreas. Abundan  las heveas o árboles del caucho, las tecas de excelente y pesada madera, pero hay pocos frutales. En términos generales la fruta es poco abundante y cara en esta región porque la mayor parte viene del centro este del país. De todos modos no faltan las bananas regordetas y muy cortas en esta zona, las papayas, rojas o amarillas, y ocasionalmente los mangos  cuyo precio suele salirse del presupuesto familiar.


El agua corriente, donde la hay, no es potable, por lo que se suele comprar agua en bombonas de 20 litros para beber y cocinar.  No deja de ser  agua  filtrada y purificada  químicamente pero ofrece mayor seguridad.  El  vaso de agua fresca, siempre queda la duda de con qué agua se hicieron los cubitos de hielo,  es lo primero que te ofrecen cuando te sientas a come en algún sitio.  También hay diferentes bebidas  edulcoradas  o con base de té y  naturalmente la cerveza Singha o Leo  de fabricación local.

Omito voluntariamente hablar de dulces y frutas o comidas más exóticas porque no entran en mi dieta habitual y desde luego menos aún en la dieta de las personas que me rodean.  Con un poquito de buena voluntad y una mente abierta y curiosa, comer en Tailandia puede ser una delicia y si nos adaptamos a los usos locales incluso una delicia muy barata.



20 de mayo de 2013

Escuela de Bambú: Comienzan las clases




Sigo sin dominar el tailandés, aunque recuerde suficientes palabras para componer frases con sentido. Eso no debería ser un problema puesto que mi cometido es enseñar inglés al grupo de mayores, chicos y chias entre 10 y 15 años que debido al retraso ocasionado por el aprendizaje del tailandés están todavía en un curso equivalente a 3º de EGB.

No nos han llegado los libros et ignoramos si llegarán algún día. Me dedico de momento a enseñar palabras y frases indispensables de presentación, saludo, agradecimiento, despedida, etc.  Luego vendrán los números, las horas, los días de la semana, los colores y los principales adjetivos.

Hay que estar atentos. Han aprendido muchas cosas coreándolas en grupo en voz alta. Da la impresión que saben pero si  preguntas de manera individual de das cuenta de que sólo tienen en la cabeza una cantinela que repiten sin entender.

Además el nivel es muy desigual lo que entraña una dificultad añadida para mantener el interés de los más adelantados. Nuestro centro no está reconocido como escuela independiente, las clases de enseñanza reglada que impartimos, lo hacemos como sucursal colaboradora de la escuela estatal de primaria "Anuban Sangklaburi".

En Tailandia, los escolares están obligados a llevar uniforme: blusa o camisa blanca y falda o pantalón azul marino. No todos tienen dinero para comprarse el uniforme y la mayoría de nuestros chicos y chicas llevan uniformes reciclados de otros colegios. Los anagramas o las iniciales identificadoras de los los colegios no coinciden pero ¿quién se va a fijar en esos pequeños detalles cuando la mayoría van descalzos?

A partir de las siete de la mañana la escuela se convierte en un hervidero de actividad y se ven niños y niñas corriendo por todo el complejo.  Las clases sin embargo empezarán a las 8:20 con el izado de la bandera, el canto del himno nacional y una oración suficientemente inconcreta para que pueda ser rezada tanto por budistas como por cristianos. La vida en general y la del colegio en particular se rige por la luz solar. Por ese motivo la hora de la comida es la 11.30.  Los alumnos traen la tartera al colegio. Algunos con una comida completa, otros, sólo con arroz cocido, unos pocos completamente vacía.  No pasa nada; el colegio ha preparado comida y arroz. Nadie se queda sin esa comida caliente. A cada niño se le completa la tartera según lo que necesite.

A las 12: 30 se reanudan las clases hasta las 15:30.  Es decir en total seis sesiones de aproximadamente 50 minutos cada una.

Los viernes el colegio es un desfile de color.  El gobierno local anima a los estudiantes a que vengan al colegio ataviados con el traje tradicional de su etnia.  Este colegio coge principalmente niñas y niños de etnia Karen o Mon y minorías birmanas, chinas, indias o laotianas.  Los sarong multicolores tanto en chicos como en chicas, las blusas y camisas llenas de trenzados y abalorios, crean un ambiente jovial y festivo y anuncia a los agotados profesores que la semana escolar ha concluido. 

8 de mayo de 2013

Escuela de Bambú



Religiosidad en Tailandia
Hace unas semanas Nenewe , con 14 años, murió víctima de malaria cerebral fulminante.
Sus padres, de etnia Mon, nos invitan a la ceremonia de rezos por la niña difunta. Viven en una choza de paja y bambú a orilla de la plantación en la que trabajan. Parientes y amigos les han ayudado a preparar la casa para el espíritu de la niña (Bhan Phi) , un templete donde se instalarán los bonzos para rezar y obviamente comida con la que agasajar a monjes e invitados.


Mientras los bonzos entonan sus rítmicas sutras los niños se abrazan a nosotros, juegan a escribir en un trozo de papel o desaparecen entre los arbustos. Los mayores, las manos juntas en plegaria, siguen los rezos y de vez en cuando con un paño espantan a los insectos que revolotean en torno a los platos de comida colocados sobre esteras en el suelo.  Un cordón de algodón se extiende desde la casa del espíritu  hasta la mano del bonzo de mayor rango y, me imagino, asegura la perfecta comunicación con el más allá.  Entre tanto, la madre de la niña va y viene de la improvisada cocina a los monjes  que comen en primer lugar.  No muestra ningún signo de aflicción  aunque esté desgarrada por dentro. Estos rezos servirán para que su niña se reencarne en un ser superior . Nos llega el turno de probar la comida. Todos tienen los ojos puestos en nosotros. No hay escapatoria y sentarse en el sueño manteniendo un plato en una mano y los palillos en la otra no es fácil cuando se tiene poca flexibilidad.


Al terminar la ceremonia nos piden el favor de acercar a los bonzos, dos adultos y cuatro o cinco chiquillos de entre 8 y 14 años, a su templo. Los pequeños bonzos van contentos porque además de la comida  les han entregado un sobre con 100 baht (3,30 Euros).
Este es un país en el que  la religión preside el ciclo de nacimiento, vida y muerte, impregna la mentalidad un poco fatalista de la gente, y pone una nota de vivos colores rojo, amarillo y oro, entre la exuberancia de los verdes vegetales y el marrón de los polvorientos caminos.

En Tailandia las horas de la noche y primeras de la mañana se nombran por los golpes y tipos de campana  (ti o thun) con que el templo las señala. Todo tailandés, alguna vez en su vida se ha rapado la cabeza, ha vestido el hábito naranja y ha permanecido al menos una semana en el  templo.  Suele hacerlo antes de casarse para completar su formación como hombre o incluso antes si muere un familiar pues creen que el fallecido pasará a una vida superior  si puede asirse al borde del  hábito azafranado.
No es de extrañar que veamos monjes deambular por cada calle o rincón tanto de la ciudad como de los rincones más escondidos de la campiña.  Se estima que Tailandia tiene de forma permanente  unos 250.000 bonzos y 20.000 monjas budistas (éstas con la cabeza igualmente rapada se distinguen porque visten hábito blanco, o rosa en el caso de las monjas birmanas).  Muy de mañana, los monjes hacen sus rezos y salen a pedir la comida del día. No necesitan proferir palabra.  De rodillas  las mujeres depositan arroz y otros alimentos en sus  redondas y brillantes cazuelas.

Los templos budistas, además de lugares de recogimiento, y sitios donde ofrecer limosnas son, particularmente en los lugares remotos, auténticas escuelas donde niños y jóvenes se instruyen, aprenden a leer y escribir y se empapan de la esencia del budismo: “Sanuk, Sabai, Saduak” es decir: sé feliz, permanece sereno, confórmate con lo que la vida te ofrece.
A nosotros ayer, nos tocó ir de invitados a una boda.  Phloy (Joya) , una profesora de la escuela, se casó.   Estábamos invitados a toda la ceremonia, pero como tuvo lugar en un poblado a más de tres horas de coche nos saltamos los ritos iniciales: rezo de los bonzos que habían señalado el día propicio para la boda, procesión a casa de la novia e intercambio de regalos entre las familias, y ceremonia entre simbólica y picaresca de la puerta de plata y la puerta de oro.  Llegamos justo a las bendiciones.  Los invitados, individualmente o en grupo, se postran ante la pareja y al tiempo que les entregan sus regalos les presentan sus más fervientes deseos de felicidad, larga vida y abundante descendencia.  Entre tanto una animadora, con el altavoz a pleno volumen, anima a la gente a que se vaya acercando y sea generosa. Cuando llega mi turno, me acercan el micrófono para que mis bendiciones suenen alto y claro en inglés  aunque nadie las entienda.
La ceremonia durará toda la tarde y buena parte de la noche. Nosotros regresamos a Sanglaburi felices por los recién casados y sintiéndonos un poco más parte de la comunidad.

4 de mayo de 2013

Escuela de Bambú:



I  Preliminares
El avión de Thai Airways hace sus 10.200 km de recorrido volando a una altitud de 11.200 metros y una velocidad de 1080 km por hora. El viento de cola de 160 km nos empuja y llegamos al aeropuerto Internacional Suvarnabhum de Bangkok con media hora de adelanto sobre el horario previsto.
Me espera mi amigo Victor y me da la sorpresa de traer consigo uno de los jóvenes profesores de entonces, hoy jubilado, que me recuerda anécdotas de los viejos tiempos.
A la salida del edificio del aeropuerto recibo como una bofetada de bienvenida. Son las seis de la mañana y la temperatura ronda los 35 grados. El calor y la humedad empañan mis gafas y por fin despierto del todo. Ciertamente estoy en Tailandia y voy a vivir seis meses irrepetibles. A mí de convertirlos también en extraordinarios.
Tres cientos cuarenta  kilómetros  en la pick up de Víctor rumbo al noroeste y llegamos a Khanchanaburi  capital de la provincia del mismo nombre y famosa por haber sido el escenario de la construcción del trágico ferrocarril que pretendía unir Bangkok con Birmania y la India y que Holywood inmortalizó con la película “El puente sobre el río Kwai. Paramos en Khanchanaburi para visitar el famoso puente sustitutivo, esta vez de hierro, y para presentar respetuoso homenaje ante el cementerio internacional donde 40.000 placas  con sus respectivos nombres y rango recuerdan a las víctimas de aquella triste hazaña.  El cementerio recuerda a 40.000 occidentales y yo me pregunto ¿dónde se recuerda a los otros 80.000 asiáticos que codo con codo con los anteriores también murieron en el empeño?


Otros ochenta kilómetros y por fin llegamos al distrito de Sangkhaburi. Aquí, Tailandia, aprovechando la orografía montañosa y los amplios valles ha construido uno de los mayores pantanos del país de dimensiones tales que en los mapas de google aparece como un auténtico lago.  Muy cerca se encuentra el “Paso de las tres Pagodas”  Estamos en la misma frontera entre Tailandia y Birmania.  Tomo contacto con mi lugar de trabajo, “La escuela de bambú”  construida en terreno militar y que atiende a los niños birmanos, y de la tribus Karen y Mon cuyas familias vinieron en su día a trabajar en las plantaciones de caucho y que después de tantos años siguen viviendo  sin papeles, en chozas a pie de las  plantaciones. 
Para dar más solidez al Proyecto, puesto que los militares   pueden obligar a levantar la escuela en cualquier momento, se  ha construido una segunda escuela a 15 km. esta vez con materiales menos endebles. Gracias a ellas, este año, cerca de 400 niños y niñas entre 5 y 14 años, podrán asistir a la escuela. 
Me llama la atención varias cosas: la primera es la extrema pobreza de la gente. Sus chozas de paja y bambú parecen que se van a hundir en cualquier momento, pero la gente sonríe siempre, y Brother Victor como llaman aquí a mi amigo, es una persona afable, popular y cercana.  En segundo lugar constato sobre la marcha que el sentido del proyecto solidario va más allá de lo meramente educativo.  Cerca ya de nuestro destino nos paramos al borde de la carretera frente a una choza en la que trabaja un herrero. Me entero entonces de que con él trabajan dos antiguos alumnos birmanos que tras acabar la primaria querían dejar de estudiar y aprender un oficio.  Mi amigo que se había fijado en aquel pequeño negocio de herrería, se paró un día y preguntó al herrero cuchillero  si aceptaría aprendices. El herrero aceptó  pero le dijo que no podría pagar nada a los muchachos salvo compartir con ellos la comida y darles un techo para  .  Desde entonces, cada vez que pasa por allí, “Brother Víctor” se  para a ver a sus muchachos futuros cuchilleros, les deja una pequeña propina para sus gastos y sobre todo conversa y conversa con la familia del herrero y con las familias de las chozas cercanas. El tercer ejemplo lo puedo constatar esa misma tarde: una mujer se acerca a la escuela a pedir ayuda. Un rato después  mi amigo carga dos cajas de  leche y se los lleva a aquella mujer cuyo marido la dejado con cuatro niños pequeños y otro en camino.  
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El gobierno distribuye leche a los niños a través de los colegios. La escuela de bambú no es oficial, tampoco es ilegal, pero como está fuera de la normativa educativa para el Ministerio de Educación no existe. Está al margen.  Afortunadamente otros colegios, guardan la leche sobrante y cada cierto tiempo envían una remesa a la Escuela de bambú. Las dos cajas cuya entrega acabo de presenciar  son parte de ese lote.
La tarde  de bochorno rompe por fin en una tormenta tropical. Compartimos la cena con la fundadora del proyecto. La lluvia es tan intensa y el viento tan fuerte que no podemos quedarnos en la verandah.  No importa, en un momento, sus dos hijos más cuatro pequeños más de origen birmano que tiene acogidos en su casa, se encargan de hacer el traslado al interior de la vivienda.  Admiro lo pequeños que son y su capacidad para ocuparse de todo sin necesidad de recibir órdenes.
 El “jet lag” está jugando con mis horas de sueño. Ya me han advertido de que quizá  me han programado demasiadas horas de clase. Así que aprovecho el sábado para descansar y escribir estas primeras notas preliminares.