5 de noviembre de 2011

Negras ondas

Su fascinación por las ondas le venía de niño, cuando acompañaba a su padre a orilla del río y se entretenían tirando y haciendo rebotar sobre el agua las piedras más planas y lisas de la orilla. Cada roce en la superficie del agua producía como una leve marea que se iba dispersando, alejando en ondas concéntricas y desaparecía de la vista.

Algo más tarde aquel entretenimiento infantil se convirtió en su obsesión. Experimentó con piedrecillas arrojadas desde el brocal del pozo, pero las ondas chocaban con las paredes y desaparecían en la oscuridad. Intentó medir la amplitud de las ondas arrojando objetos de diferente calibre desde la altura del puente. No sacó conclusiones pero pudo constatar que el límite de las ondas no era otro que su propia vista y los restringidos espacios en los que se movía. ¿Qué ocurriría si pudiese subir a un helicóptero y desde allí arrojar un enorme peñasco en el mismo centro de un lago brillante y liso como un espejo? ¿Hasta dónde llegarían las ondas? ¿Qué las detendría?

No había duda, Leandro había nacido para ser físico. A lo largo de sus estudios, aquellas inquietudes infantiles lejos de amainarse se fueron intensificando. El por qué de las cosas le apasionaba. Bebía con avidez cada palabra, cada explicación, cada experimento de sus profesores, pero las ondas, ahora sonoras, seguían siendo su principal obsesión, y a ellas se venía dedicando en cuerpo y alma desde entonces. Sus compañeros, sobre todo Basilio, se burlaban por lo bajo de su empeño y comenzaron a llamarlo “Einstein”.

Alto, rubio, de penetrantes ojos grises, fue un inconsciente conquistador durante toda su juventud. Siempre había alguna muchacha a su vera fascinada por su seguridad, por su cálida sonrisa, o por su incansable y verborrea científica, incapaces de comprender que Alejandro sólo las veía como receptoras interrogantes de sus disquisiciones.

Las ondas sonoras son ondas mecánicas longitudinales que se propagan a través de un medio elástico. Su intensidad es la potencia transferida a través de la unidad de área normal a la dirección de la propagación. Leandro se fue adentrando cada vez más a fondo en el enigma de los sonidos. Su lenguaje se fue transformando en vocablos cada vez menos inteligibles: vibraciones, rarefacciones, resonancias, frecuencias, tonos, fueron formando un galimatías para los compañeros que poco a poco, sin poder tomar parte en sus conversaciones se fueron alejando.

Aquel muchacho que tiraba piedras en las charcas para ver como se formaban perfectos círculos concéntricos en torno al punto de impacto, se convirtió en un renombrado científico que seguía hechizado por las mismas cuestiones. Si las ondas siguen en continua expansión, ¿cuándo desaparecen? ¿La voz de los grandes profetas sigue vibrando en el aire a pesar de los siglos transcurridos? ¿Podrían recuperase esas ondas infrasónicas para convertirlas de nuevo en palabras inteligibles? ¿Qué potente mecanismo podría invertir la expansión de las ondas para conseguir una longitud inteligible Lo que podría haber sido una inquietud de científico, en Leandro, paulatinamente se fue convirtiendo en una obsesión que no le dejaba vivir. Trasladó su laboratorio a una casa de campo en las afueras de la ciudad. Sus familiares, sus amigos, sus compañeros de profesión perdieron todo contacto con él. Aprovechando una inesperada herencia, presentó su renuncia irrevocable en el Centro de Investigaciones Científicas para el que trabajaba. A los dos o tres años, nadie en su círculo hablaba ya de aquel chiflado que había abandonado todo en pos de una quimera.

Un día sin embargo, Leandro apareció en la ciudad presa de una gran agitación. Durante días, se le vio deambular por diferentes talleres locales y hasta donde se pudo saber les encargó la fabricación de diversas piezas e instrumentos siguiendo unos minuciosos planos diseñados por él. Pocos dudaban ya de la locura del pobre hombre, pero verle de pronto, con la vista perdida, mal vestido, desaseado, casi famélico y tirando su dinero en construcciones disparatadas acabó con los últimos resquicios de fidelidad de sus más inquebrantables amigos. Estaba loco de remate y eso ya no tenía remedio.

Ajeno a los comentarios y a las miradas condescendientes, Leandro fue transportando cada pieza fabricada a su recóndito laboratorio Nadie se imaginó jamás que aquella vieja furgoneta verde en la que algunos le vieron por la ciudad, servía para transportar el delicado y misterioso cargamento. Pero, ¿quién sigue a un chalado que abandona un magnífico puesto de trabajo, corta con su familia y sus amigos y se retira a un lugar desconocido? A los locos se les deja a su aire a condición de que ellos nos dejen tranquilos.

Así pues, la presencia esporádica de aquel por la ciudad, acabó suscitando menos revuelo que el producido por los guijarros que de niño arrojaba desde el puente. Leandro se volvió invisible en la soledad de su secreto. Porque sí, ahora había secreto. Había descubierto la manera de revertir las ondas sonoras. Trabajó con ahínco ensamblando las diferentes piezas que había mandado construir. En un claro del bosque por detrás de la casa, fue surgiendo una torreta, y luego una gran antena helicoidal rodeada de reflectores en forma de espejo que vistos de lejos parecían los pétalos de una gigantesca margarita a punto de cerrarse para evitar el relente.

Tras ensayos y fracasos, intentos y más intentos, un día, pudo por fin vislumbrar el camino que lo llevaría definitivamente a ver realizado su sueño. . A cada nuevo ensayo percibía más y más sonidos que le hubieran vuelto loco de no haber puesto filtros y limitadores de volumen en aquella gigantesca Babel de de palabras entremezcladas que juntas formaban una cacofonía pegajosa e insoportable.

Llegado a este punto se topó con un nuevo problema: ¿De qué le servía condensar las ondas, captar las palabras ni no era capaz de aislarlas unas de otras y sacar de aquel amalgama algo inteligible dicho hace cientos, de años o solamente ayer? Cualquier otro hubiera tirado la toalla, no así Leandro. A estas alturas de la vida, había renunciado a una vida de familia, a sus amigos, a la comodidad de un trabajo apasionante y bien remunerado, atraído por unos susurros de sirena que quizá sólo habitaban en su cerebro.

Si los metales pueden extraerse de su ganga, si las células pueden aislarse, si cualquier cuerpo complejo puede descomponerse en sus elementos básicos, ¿por qué no va a ser posible clasificar los sonidos y aislarlos por frecuencia, timbre o tono? Inmune al desánimo, incansable ante el fracaso, redobló sus esfuerzos, revisó sus axiomas, formuló hipótesis y partiendo siempre de otros descubrimientos en otras esferas de la ciencia, se topó por fin con una obviedad hasta entonces insospechada. Si las células microscópicas son capaces de poseer una marca de identidad tan indiscutible como el ADN, ¿no ocurría lo mismo con los sonidos? ¿Cuál podría ser el ADN equivalente para los sonidos? Entraba así en una nueva época de tanteos, titubeos, y marcha a ciegas. Las certezas le habían abandonado por completo. Cualquiera que lo observara en ese trance se toparía con un hombre enfebrecido que descuidaba su alimentación, su aseo y todo lo que no fuera su obsesión por descubrir ese pequeño detalle que le permitiera hacer pasar los sonidos por un inmenso tamiz que filtrara sólo aquellos que le fueran inteligibles y pertenecientes a un único emisor. Debía comenzar a hacer pruebas con su propia voz. Grabó una y otra vez palabras aisladas, las transformó en valores y elementos y buscó incansable algún elemento común a todas ellas que le permitieran identificar dichas palabras como pertenecientes a una sola persona.

Su esfuerzo se vio por fin colmado el día que menos lo esperaba. Accidentalmente la grabadora de ondas se puso en marcha mientras escuchaba un debate en la radio. Para relajar un poco la tensión que venía acumulando y a modo de juego, le dio por crear el espectro sonoro de cada uno de los contertulios. Fue así como descubrió en cada uno de ellos un elemento específico y cuantificable que denominó Factor Andro, abreviado NDR, pequeña concesión a su descubridor.

Leandro quedó cegado por el fogonazo de su descubrimiento. Aunque llegó a él de manera casi fortuita, sus intuiciones no habían sido descabelladas. Todo sonido humano posee en su onda, una característica única y tan exclusiva a cada persona como puede ser su ADN, las yemas de sus dedos o las líneas en el iris de sus ojos. Había conseguido su sueño. Como el cazador en busca de su trofeo, Leandro podría salir a la caza de palabras dichas, de palabras olvidadas, de esas palabras que lleva el viento. Y sintió miedo. Tanto miedo que se quedó paralizado. ¿Qué hacer ahora? ¿Por dónde empezar? ¿A quién comunicar su hallazgo?

El criterio científico por fin se impuso a toda emoción, sentimiento o desenfrenado alborozo. Debía dejar reposar su descubrimiento. Se imponía un período de reflexión, de descanso. Durmió sin interrupción durante dos días completos. Cuando, después de este benéfico descanso volvió por fin a su laboratorio, ya tenía esbozados los pasos que debía recorrer antes de hacer público su descubrimiento. El primero de todos, poner a prueba su invento intentando espigar entre los millones de palabas que flotan en el aire, aquellas que él había pronunciado a lo largo de su vida. ¿Qué mejor que sus propias palabras como banco de prueba de su descubrimiento?

No fue fácil afinar su artilugio, al que llamó “andrófono”, para que comprimiera exclusivamente palabras con el mismo nivel NDR. El espectro era tan fino que ajustarlo por completo aún le llevaría algún tiempo. No obstante, impaciente, quiso recuperar sus palabras del pasado y a través de ellas su vida o al menos aquella que había sido capaz de vivir antes de que le sobreviniera su pasión investigadora.

Entre numerosos ruidos de fondo, posiblemente de miembros de su propia familia, fue entresacando gorjeos, lloros, risas de bebé, y muy pronto palabras nítidas como “papa”, “mama”, “roro”; luego alcanzó a distinguir frases completas que aunque no recordara no podían haber sido pronunciadas sino por él mismo: - “Mamá, ¿cuándo va a volver la abuelita Encarna?” - Esa frase sólo podía referirse a su empeño por volver a casa de su abuelita Encarna fallecida unos meses atrás. Más adelante empezaron a aparecer, respuestas concretas a preguntas del maestro de turno, bromas con sus compañeros de clase, risotadas, gritos de recreo, “¡no vale!, ¡no fui yo!”, “Seño, seño, Juanito me está copiando!.”... tantas frases fuera de su contexto, que al final, el ánimo de Leandro empezó a decaer vertiginosamente. ¿Para esto se había enterrado una vida entera en un laboratorio? ¿De qué le servía recuperar las palabras si no podía recuperar al mismo tiempo la juventud ? En medio de estas elucubraciones. De pronto, unas palabras desafiantes, y tan firmes que no dejaban lugar a duda, rasgaron el aire y se incrustaron en su cerebro: “¡Fue Basilio el que cogió el dinero del bolso de la profesora de matemáticas. Lo vi yo, desde la ventana del patio!”

¿Cómo era posible que aquella mentira que había atormentado su conciencia adolescente volviera ahora para seguir persiguiéndolo? No le costó recordar aquella acusación falsa contra su compañero de clase, un muchacho huérfano de padre y tan asustadizo que entraba y salía de las clases sin apenas hacer sombra. ¿Para qué, o quizá mejor, por qué cogió él mismo ese dinero que no lo necesitaba? Y sobre todo, por qué acusó a Basilio? ¿Qué le había hecho? No era buen estudiante, jugaba mal a la pelota, no tenía amigos, y Leandro le acusó vilmente, sin medir las consecuencias. El niño fue expulsado del colegio y ya nunca más pudo seguir estudiando. Leandro llevó muchos años la vergüenza de su acusación como una cicatriz en la frente, pero con el tiempo, el recuerdo fue hundiéndose en lo más profundo de su subconsciente y no había vuelto a aflorar desde entonces. He te aquí, tantos años después, que la obra cumbre de su vida lo señalaba con el dedo. ¿Cuántas veces más tendría que sonrojarse por palabras que nunca debió decir?

A Leandro le bastó un ejemplo para comprenderlo y comprender de paso el sinsentido de su investigación. Sacudido hasta la raíz más profunda de su ser, tomó a dos manos el objeto más contundente que encontró y se cegó a golpes con los instrumentos que había tardado años en poner a punto. No dejó nada a salvo. Luego, prendió fuego al laboratorio y sin volverse atrás caminó hacia el pueblo dando gritos: “No fue Basilio, fui yo el que robó el dinero de la profesora de matemáticas….”