23 de octubre de 2011

Lotos en el Khlong

Una franja de luz se filtra a través de la persiana veneciana e ilumina el cabecero de una cama blanca..Se oyen murmullos, cuchicheos de los que entresaco palabras sueltas…el río…calor... delira. No entiendo nada. Floto en una nube de algodón, cierro los ojos, quiero dormir. No sé cuántas horas, ¿o fueron días? transcurrieron desde ese primer atisbo de luz. Voces, cada vez más apremiantes me obligan a abrir los ojos, me escrutan, parecen interrogarme, pero sigo en mi nube, algodonosa, insonora. Alguna imagen inconexa intenta filtrarse en mi conciencia: Wong Duang, la piragua, la cena, el queso ¿cuánto tiempo hacía que no lo probaba? Una imagen blanca, con cofia, se inclina hacia mí. Si estuviera en un hospital sería una enfermera. ¿Pero dónde estoy? Habla con alguien, le llama doctor. Entonces, … la cama blanca, el uniforme, el doctor… estoy en un hospital. ¿Qué me ha ocurrido?

Con un enorme esfuerzo abro los ojos cuanto puedo. De inmediato la conversación entre los dos desconocidos cesa. Me están mirando.

- “Nai Samianto ..Nai Samianto…”

Me llaman. ¿Por qué los tailandeses nunca pronuncian bien mi apellido? ¿Por qué no me llaman Fred, como todos los del pueblo? ¿Dónde está Phrapaiphak? Me duele la cabeza, mi lengua, mis labios se niegan a articular mis preguntas. Mis ojos deben expresar angustia, porque una mano fina, de dedos largos y frescos, me acaricia la frente. Ahora sí, ahora distingo las palabras. Las cantarinas frases tailandesas quieren tranquilizarme…

- Clap ma leo “Ya ha vuelto…”

Estoy en un hospital. Por el acento, diría que el médico es francés aunque chapurrea alguna frase en tailandés. Es mayor, huele a tabaco de pipa y a whisky escocés. Cada día que pasa le noto menos ceñudo y a las enfermeras más sonrientes. La enfermera que me toma la temperatura me sonríe con timidez. Las auxiliares parece que la toman el pelo. Al final, una de ellas me cuenta que me han operado in extremis una peritonitis aguda, que he estado delirando varios días, que todo mi afán era abrazar a la joven enfermera Surini, y que al día siguiente de la operación llegó al hospital un nak buat, un sacerdote joven, interesándose por mi, y que según decían debía estar en su pueblo en plena jungla cuando sobrevino el desastre.

La nube algodonosa se deshace. Empiezo a recordar. Era la época de Thet , el año nuevo chino, y aunque estaba mal visto por las autoridades tailandesas, en el colegio, de mayoría china, nos habían dado vacaciones. Phrapaiphak y yo estábamos aprendiendo a vivir ausentes. Era muy duro en la ciudad, en nuestro soy, la calle donde vivíamos, todo me la recordaba. El Père Guillaume, de los Padres Blancos, me había invitado a pasar el Thêt con él en una aldea de palafitos en uno de los afluentes del Mekong. Además de la iglesia y el dispensario, dirigía un pequeño colegio al que acudían los niños del río después de sus clases en una escuela nacional en la que casi siempre faltaba el maestro. Mi amigo Guillaume quería mejorar el acento de la joven Wong Duang que enseñaba inglés y de paso, esperaba, que este cambio me ayudaría a olvidar.

La única forma de llegar al poblado era a través del río. Largas piraguas con un pequeño motor fuera borda del que sobresalía un largo vástago rematado en hélice, hacía las veces de propulsor y de timón. El embarcadero, mercado, y punto de encuentro con los habitantes de la carretera estaba aproximadamente a dos horas río arriba y algo menos cuando se hacía el camino inverso. En esas dos horas había retrocedido varios lustros en la civilización. Casuchas de madera de una sola pieza clavadas sobre largos postes a orillas del canal, pasarelas de bambú entre las casas, una o varias piraguas con y sin motor amarradas a los pilares de las casas, fango en las orillas y debajo de las casas, y picoteado o revolcándose en él, algún cerdo negro, unas gallinas y algún gallo desplumado que había sobrevivido mil peleas. En el agua niños bañándose, buceando, jugando o quietos como budas sentados en la veranda, esperando el menor movimiento de la caña que sostienen entre las piernas. En la parte alta de la aldea, formando un cuadrilátero, la escuela, la wat con sus stupas y los pabellones de los monjes, la casa comunal, y en una esquina, un poco retirada, la iglesia, el dispensario y el colegio católico. Mi amigo me espera en la pequeña plataforma que sirve de embarcadero a las lanchas que suben y bajan por el río cargadas de mercancías o de viajeros. Me enseña su casa: una amplia sala con una mesa y seis sillas en una esquina, armarios con medicamentos, estanterías de libros, cajas de herramientas, y en un baúl, enrolladas las esteras que nos servirán de cama por la noche. Un pequeño generador enciende la única bombilla de la estancia que según me comenta está abierta a todos, cristianos o budistas durante todas las horas del día.

Una familia amiga nos trae la comida apilada en fiambreras superpuestas: arroz cocido que sirve siempre de acompañamiento, verduras salteadas y muy variadas, y algún plato de pescado, pato o pollo; fruta en abundancia, y, como pequeña condescendencia a nuestros gustos occidentales, café cortado con un poquito de leche condensada. Por la noche, tumbados en nuestras esteras, contemplamos el reflejo plateado de la luna sobre las tranquilas aguas del río y charlamos de todo lo humano y lo divino. Le pregunto a bocajarro cómo aguanta la soledad, cuál es su tentación más fuerte. Me confiesa que la soledad hace estragos entre sus colegas. De la soledad al alcoholismo sólo hay un paso.

Los días son apacibles. Doy mis clases de inglés y la profesora, Wong Duang, rápidamente se adjudica el derecho de tutela. Me presenta a sus padres, me invitan a cenar en su casa, y me debato entre la obligada cortesía oriental y el miedo a hacer creer a la muchacha en algo que en estos momentos no me pasa por la imaginación. Me baño en el río con ella y con sus hermanas, me dejo enseñar palabras y costumbres que ya conozco, buscamos flores de loto y en general disfrutamos como chiquillos. Las vacaciones están a punto de terminar y Guillaume ha invitado a cenar al sacerdote de una aldea vecina que acaba de regresar de Francia y aporta al banquete una buena botella de vino francés y un grueso trozo de queso. Comemos, reímos, bebemos y sobre todo mezclamos en nuestras conversaciónes anhelos y sueños de futuro con nostalgias de nuestro común pasado en Francia.

Al poco de acostarnos empiezo a sentir fuertes dolores de vientre que achaco de forma automática al queso. Llevo casi seis años sin probarlo, qué duda cabe, mi estómago ya no está habituado. Me levanto y voy al botiquín en busca de sales de frutas. Los dolores aumentan y me veo obligado a despertar a los amigos. Probamos varios remedios pero los dolores no remiten. Preocupado, Guillaume me ofrece su última alternativa: el botiquín de remedios chinos. El jarabe que tomo cae en mi estómago como vinagre en una llaga, pero los retortijones siguen aumentando. Pese a la vergüenza no puedo evitar gemir y quejarme. Tan pronto amanece mis amigos toman la única decisión posible: hay que trasladarme de urgencia a un hospital en la capital. El viaje río abajo hasta el embarcadero a pie de la primera carretera se hace eterno. La piragua no tiene toldo, y el sol atraviesa la ropa y abrasa mi vientre. A la inevitable tortura del sol se añade ahora el traqueteo por carreteras imposibles del taxi desvencijado que me lleva a la ciudad. Eran las diez de la mañana cuando salimos de la aldea de Lampang, sólo llego a la clínica Saint Louis en Bangkok a las cinco de la tarde. Me preparan de urgencia y entro en quirófano de inmediato. La apéndice ha reventado y el riesgo de infección en estos climas calurosos y de medios precarios es casi inevitable. Se declara una peritonitis, la fiebre se dispara, deliro, paso por largos ratos de inconsciencia, y nadie, nadie está a mi lado en esos momentos. Confundo a la enfermera con mi novia, quiero abrazarla, pedirle perdón y Surini, silenciosa y sonriente me acaricia y me susurra palabras dulces. Sabe lo solo que estoy y la imposibilidad de alertar a parientes o amigos. Cuando finalmente vuelvo de dondequiera que estuviese, el viejo doctor viene a felicitarme y a felicitarse. Estoy fuera de peligro aunque la recuperación será lenta y debo permanecer en la clínica en observación. So pretexto de cuidarme Wong Duang viene a Bangkok a casa de un familiar. No es fácil explicarle - sin herirla - que la decisión está tomada. Al finalizar el curso volveré a Europa. Mi aventura en Tailandia ha terminado. Más profunda y más dolorosa que la cualquier cicatriz quirúrgica, siento la herida de un amor destrozado por una guerra que no nos concernía pero asfixió nuestros anhelos de una vida sencilla y tailandesa.

21 de octubre de 2011

Convencer, persuadir, influir...

Querido amigo,
Desde que te conozco has influido enormemente en mi comportamiento e incluso en mis opiniones acerca de la educación infantil. Sin embargo, no voy a dejarme convencer de la necesidad de quitar cualquier símbolo religioso de las escuelas so pretexto de la laicidad de la enseñanza. Estoy persuadido de que es posible compaginar el legado cultural de nuestro país con una escrupulosa libertad de opiniones o creencias religiosas.

Nos encontramos aquí con tres verbos que a veces se confunden en algunos de sus significados. Sin ser exhaustivo sobre todos los significados y en particular sobre sus significados en sentido figurado he aquí algunas diferencias importantes de esas tres palabras,

Convencer es hacer que otra persona cambie de opinión mediante la fuerza de nuestras pruebas y argumentos. Hay una clara voluntariedad en el hecho de convencer. Es casi un empeño y además implica el abandono de una posición a cambio de la que nos has demostrado ser más verdadera.

Influir es tener un efecto positivo o negativo sobre otra persona en sus ideas, conducta, modo de vestir o de hablar etc. Este efecto no es necesariamente buscado y a veces es inconsciente. Tampoco implica un cambio brusco sino un suma o resta a lo ya existente.

Persuadir está a caballo entre convencer e influir. Sin embargo, la principal característica de la persuasión estriba en el papel preponderante de los sentimientos, del corazón.

20 de octubre de 2011

Sue Kaufman: Diario de un ama de casa desquiciada


DIARIO DE UN AMA DE CASA DESQUICIADA
Novela
Sue Kaufman
Libros del Asteroide 2011
Título original Diary of a Mad Housewife 1967
Traducido del inglés por Milena Busquets
330 páginas

Empecé el libro con una cierta apatía. No quería encontrarme con una versión americanizada de “Cómo ser mujer y no morir en el intento" de la añorada Carmen Rico-Godoy, o peor aún con la frivolizada versión escrita de “Sexo en Nueva York”. Me bastaron unas pocas páginas y reiterados vistazos a la fecha de publicación de la versión original para darme cuenta de que realmente estaba ante algo diferente.

No se trata de una novela al uso, con un planteamiento, una trama, un punto de tensión y un relajante desenlace, mas bien al contrario, acompañamos a una neoyorkina, Tina Balser, en su vida diaria en Nueva York aunque para ello debamos retroceder hasta los años sesenta y no perder de vista los valores, esquemas e ideales que prevalecían en la sociedad americana de la época. Tina tiene una educación superior, se ha casado con un brillante abogado, tiene una familia de ensueño, goza de bienestar económico y está embarcada en el “gran sueño americano” igual que millones de matrimonios que conformaron una época de la que la reciente película “Revolutionary Road” nos ha dado una espléndida panorámica.

Pero Tina Balser no es feliz. La ambición de su marido por el dinero, su intento por revestirse de un barniz de cultura acercándose al mecenazgo y a los ambientes artísticos de la ciudad, le causan aburrimiento o en el mejor de los casos la dejan indiferente. Sus hijas no la necesitan. Ya empiezan a volar con sus propias alas. La vida se vuelve monótona y la depresión que ya la tuvo oprimida en el pasado, parece querer volver a apoderarse de ella. Entonces, Tina toma una decisión: empieza un diario.

Creo que el mérito de la autora de esta novela, Sue Kaufman, reside precisamente es hacernos sentir como “voyeurs” que a escondidas, espiamos y leemos el diario de la Señora Balser. Y lo hacemos con una cierta avidez, porque ella se muestra tal como es, desnudando sin pudor sus sentimientos hacia su marido, su intento de aliviar sus frustraciones dejándose seducir y amar violentamente por un extraño poeta, reprochándose sus flaquezas y viendo como se desmorona su propia vida y explota la pompa de jabón en la que parecía cabalgar la familia feliz por antonomasia. El marido que se creía un genio de las finanzas, hace malas inversiones, en su bufete se dan cuenta de que no es tan genio como daba a entender y todo se viene abajo. Sin reproches, pero con una certeza sin fallas se da cuenta que en ella está el remedio de su mal. Es ella la que tiene que ponerse en pie y partiendo de cero, empezar una vida diferente.

Nos despedimos del libro casi con nostalgia. Nos gustaría saber si la Señora Balser será capaz de volver a abrazar a su marido, si sus hijas la necesitarán, si las preocupaciones reales del día a día harán huir por la ventana la tristeza que la acechaba.

5 de octubre de 2011

La foto del pasaporte

Siempre me ha gustado hablar con los taxistas que llevan mi soledad y mis maletas entre hoteles inhóspitos y aeropuertos congestionados.

Ese día, un viejo lobo de la carretera, sicólogo de la vida y artífice de mil aventuras me devolvía desde el aeropuerto de Maiquetía a un hotel de La Guaira en un Buick de los años sesenta. Poco quedaba de su arrogante planta, todo él era un lastimero quejido, pero valientemente, dejando una apestosa humareda tras de sí y sorteando el tráfico, los baches y los viandantes me fue acercando al hotel.

Bastó una palabra para prender la chispa de la conversación : El vuelo que me habían cancelado llevaba rumbo a Bogotá y mi taxista era colombiano de nacimiento, aunque residía en Venezuela desde hacía más de treinta años. Sin darme cuenta, fue llevando la conversación hacia la profunda nostalgia que sentía por su país, su Cartagena natal, sus fiestas, sus mujeres y su alegría. Sin embargo, nunca, nunca pero, ni tan siquiera de visita, había regresado....

Caí en la trampa que me había tendido al preguntarle por qué razón no había vuelto a Colombia si tanto la añoraba. Era justamente lo que estaba esperando para poder empezar su relato:

-“Yo era entonces un joven balarrasa de veinte años, a quien nada se le ponía por delante. Ayudaba a papá en su Empresa de construcción con obras importantes de carreteras que yo supervisaba por todo el país.

Estaba prometido a la hija de una de las familias de mayor solera y renombre de Colombia. La fecha de la boda y había sido fijada para el día 25 de Diciembre y los papás de Soledad, ya habían dotado a la Iglesia del Carmen de Pasto con un reclinatorio recamado en oro en el que nos arrodillaríamos para recibir la bendición de nuestro matrimonio.

Pocos días antes, sin embargo la fatalidad se cruzó en mi camino. En una calle de la ciudad de Cali me topé con una jovencita triste y sus dos hermanas llorosas que parecían caminar sin rumbo por una calle poco transitada de la ciudad. Al preguntarles que les ocurría, me contaron que habían sido expulsadas de casa por su padre borracho. Deambulaban sin rumbo hasta que a papá se le pasara la borrachera. Movido por un sentimiento de compañerismo y solidaridad las invité a que cenaran conmigo y se quedaran en mi hotel hasta la mañana siguiente.

Solo entonces me di cuenta de que bajo las ropas de la mayor de las jovencitas se escondía toda una mujer.

¡ Ay mijito ! no sé si fue la sangre, si fue el alcohol o si fue mi destino. Empecé con la mayor y creo que si no llega a ser por las veces que se dejó hacer, hubiera hecho el amor con las tres. Fue tal mi reconocimiento y mi satisfacción que antes de irme saqué de la cartera mi foto y se la dediqué escribiendo en el reverso: : "Toma, mi amor, para que nunca me olvides".

A las pocas semanas, volví de regreso a Cali. Me sorprendió encontrarme a la entrada de la ciudad con Rosario, uno de los empleados más antiguos de mi papá.

- ¿ Qué ocurre Rosario, cómo estás aquí como de espera ...
- Patroncito, de espera estoy pa' que no le maten.
- Pues, y quién o por qué me iban a matar ?

- El por qué, yo no lo sé patrón, pero quién lo ha ordenado ya todos lo saben, pues no hay nadie en Cali que no sepa que Sergio Dávila, el famoso pistolero, ha mandado a su gente a  pa' matarlo.

Sin pensármelo dos veces, di media vuelta y regresé hacia Medellín pero una vez allí, nuevamente amigos de la familia me previnieron de que el temido Dávila me buscaba para matarme. Entre tanto averigüé que el tal Dávila, era un borracho empedernido, jefe de una banda de pistoleros a sueldo, que vivía en Cali, y tenía amargada a la ciudad y muertas de miedo a su mujer y sus tres hijitas.

Mencionar Cali y acodarme de las tres hermanitas fue una misma cosa. Ahora ya sabía por qué me buscaba ese jiputa. Purita había contado a ese malnacido de padre su noche conmigo y ahora a quien la foto le estaba sirviendo para acordarse siempre de mi era a su enfurecido padre.

Mi boda estaba prevista para unas semanas más tarde. Pero no quise tentarla suerte. Tuve a penas tiempo de despedirme de la que ya nunca más iba a ser mi esposa. Si quería conservar la vida tenía que poner tierra por medio. Crucé la frontera con Venezuela y aquí estoy desde entonces, casado con una Venezolana que poco a poco me ha ido haciendo olvidar a mi Soledad. Lo que no ha logrado aún es que me vuelvan a hacer una fotografía. Por eso no he podido hacerme el pasaporte, y por eso, después de 30 años sigo sin regresar a Colombia”.